En un rinconcito discreto, para observar sin ser visto el espectáculo de variedades que puede llegar a ser un restaurante. En medio del comedor, donde todo el mundo le vea, para ser el protagonista de la función. Cerca de los ventanales, para admirar las vistas. Al fondo de la sala, lejos de las miradas de los curiosos. Al lado de la puerta, para salir a fumar o atender una llamada importante. Apartada de la puerta, para evitar corrientes. Junto a la cocina, para curiosear. Lejos del trajín de la cocina. Grande y espaciosa, pequeña y recogidita, redonda, cuadrada o rectangular, cada momento y cada persona tienen una mesa ideal. Mientras que lo que sale de la cocina es, a priori, lo mismo para todos sus clientes, su ubicación en el comedor puede condicionar – y mucho– el sabor de boca que deja el restaurante. El objetivo parece sencillo pero no lo es, el anfitrión debe saber leer las expectativas de cada cliente y conseguir, ahí es nada, que todo el mundo tenga la sensación de que su mesa es la mejor. Sin embargo, cualquier fórmula para acometer esa tarea con criterios de equidad está condenada al fracaso. ¿Es más justo otorgar