Wagokoro Pirineu -traducido literalmente como esencia japonesa- es la imagen de la serendipia, un inesperado rincón riguroso de washoku -gastronomía japonesa- en Gerri de la Sal, el pequeño pueblo del Pallars Sobirà ilerdense conocido por sus piscinas de sal.
Gerri de la Sal es un pueblo pictórico, un sitio con una historia que se remonta al siglo XII, fantásticamente pequeño y que podría pasar desapercibido en un viaje por carretera hacia Vielha o la Cerdanya. Bañada por el ruido del río, la vila closa -pueblo amurallado- conserva intactas las paredes de piedra, las calles adoquinadas y la sensación de quietud y calma. Entre una veintena de casas tradicionales, unas cortinas japonesas indican el pasaje a un universo paralelo, a una tradición completamente distinta.

Es imposible entender Wagokoro Pirineus sin explicar la historia de Kenya Nakamura y Anna Peraire, sus creadores. Sin conocer Wagokoro Barcelona -su primer restaurante japonés situado en el barrio de Sant Gervasi- la idea parece onírica: un chef japonés, cocinando en clave nipona, muy lejos de su país y retirado de cualquier gran ciudad; en un pueblo de un centenar de habitantes, con un censo de población eminentemente mayor o muy mayor, lejos de las lonjas, de los mercados y de las tiendas asiáticas, a 600 m de altura y fuera de cualquier lugar de paso. Como guinda del pastel, a su lado, Anna, oriunda de Barcelona, quien mientras habla en un japonés perfectamente fluido con Kenya, sirve y explica didácticamente los platos servidos y cómo comerlos.
El Wagokoro pirenaico se sitúa en el primer piso de una casa tradicional pallaresa del siglo XVIII donde vivía la abuela de Anna y que la vio crecer en esos veranos de pueblo que marcan más que los inviernos de ciudad. Tras vivir juntos en Berlín y en Japón -donde ella perfeccionó su japonés- y después de Wagokoro Barcelona, ambos necesitaban el aire limpio y la tranquilidad de la montaña. Con un plan de reforma de la casa familiar, alargado por la pandemia, el proyecto nació hace 4 años, generando por fin una sala íntima, con luz natural, vistas al río y al puente medieval de Gerri; un restaurante hecho con el propósito de ser familiar y personal, sustento y ocupación, pero a su propio ritmo. Es un hogar donde recibir y cocinar, en un omakase -ponerse en manos del cocinero- en su sentido más extremo.
La antigua ley de “lo bueno se hace esperar” es la que aplica en Wagokoro. Reservar es tarea difícil, porque la magia sucede solamente de mediodía; en un solo turno (14:00h) y con un máximo de comensales por servicio que se fija en 11, aunque su ideal son 8. Entrar en esa sala es saberse privilegiado, y al ubicarse tras la barra, la cercanía y la intimidad de los dos anfitriones conduce a la sensación del lujo. El menú de Wagokoro es cerrado, de unos 12 pases, en los que se sucede un desfile de técnica japonesa bien ejecutada. Caldos intensos, calientes, reconfortantes; frituras ligeras, crocantes, jugosas y sushi sabroso, delicado y esponjoso.

Bien por necesidad bien por convencimiento, los ingredientes de proximidad se combinan con los japoneses con una naturalidad reveladora, incluyendo en el menú verduras de huerto propio, setas (en temporada), trucha de río (Tavascan), quesos del Pallars y carnes ecológicas del Pirineo. El pescado (atún, pez limón…), que Kenya filetea y prepara en directo antes de servir los nigiris, llega a Gerri desde la ciudad condal, de las manos del mismo proveedor que tenían en Wagokoro Barcelona, más que conocido por distribuir el mejor atún a los principales restaurantes japoneses de Cataluña.
Al kilómetro cero se le suma su filosofía slow food, que ellos definen como tezukuri, por la cual no compran productos preelaborados ni industriales, produciéndolos en Wagokoro desde el principio. Un ejemplo de ello es el miso, protagonista de los primeros pases, o el dashi en el que se sumerge una dorada al punto exacto en medio del menú. Todo aquello que empieza mucho antes de sentarse en la sala es terminado con precisión antes de servirse: Kenya fríe, filetea, asa, marca, forma y termina a escasos veinte centímetros del comensal, en un hipnotizante ritual de cocina.
Tras dos pases fríos, en los que ya se ubica la proximidad con la trucha de Tavascan, llega el chawanmushi, una elaboración sin igual en otras culturas. Anna explica su traducción literal (taza al vapor), y la textura mágica es revelada. A medio camino entre lo cremoso y lo gelificado, con la ligereza de una pannacotta y la untuosidad de un flan, es un reconfortante plato de invierno compuesto por dashi, huevo, salsa de soja y mirin. Es difícil encontrar un un buen chawanmushi, pero aún es más difícil de olvidar una vez se prueba.

Vuelve la proximidad inmediata con el siguiente pase, en el que una especie de buñuelo de tempura de alcachofa y gamba (servida con su cabeza frita, para comerse entera) se acompaña de un cuenco de sal de Gerri. En el pueblo que conoció la prosperidad gracias a su fuente de agua salada, servir la tempura con otro aderezo sería un agravio, y por ello, Anna recomienda comer la tempura bocado a bocado, mojándolo en la sal de Gerri (previamente triturada para que pueda adherirse a la superficie crujiente).
Siguiendo en el kilómetro cero, las nueces. Siendo el fruto estrella de la alta montaña, sustituyen el sésamo, que en Japón sería probablemente el ingrediente escogido para comer con sus fideos soba. Acompañados tan solo de alga nori y la salsa de nueces, cremosa y de sabor limpio, con un toque dulce, profundo y ligeramente ácido, el procedimiento, en esta ocasión, consiste en ser capaz de ir mojando los fideos en la salsa para que se acaben a la vez para conseguir un soba jugoso, sabroso y untuoso.
Tras un estofado japonés que se termina con una pimienta japonesa (sansho), muy cítrica y con la sensación de adormecimiento de una flor de szechuan que limpia los sabores más marcados, la cadencia se alarga para dar paso a los 5 nigiris preparados al momento, con la instrucción de comer en cuanto sean servidos; el espectáculo de la cocina en directo culmina en el último gunkan.
Con un bol humeante de sopa de miso entre las manos, en medio del Pirineo, delante de la Noguera Pallaresa termina el menú omakase de Kenya y Anna, un peregrinaje por Japón que bien merece la escapada a Gerri.
