La premisa de un restaurante de bodega es el vino, y en una región vitivinícola como el Valle de Guadalupe, cuya vocación agrícola peligra ante la corrupción, la invasión de proyectos con prácticas depredadoras y hasta factores mundiales como el cambio climático, resultan indispensables las iniciativas gastronómicas coherentes con el entorno y con el florecimiento de un enoturismo sano y sustentable.
El restaurante Lunario, es parte de una constelación conformada por dos bodegas, Lomita y Finca la Carrodilla, cuyos vinos son estrellas que nacen gracias a un sistema en el que conviven vides, vacas, borregos, cabras, huertos y abejas.

Fernando Pérez Castro, director de Grupo Lomita, concibió este proyecto como una vitrina para los vinos de las bodegas: “Hemos sido muy disciplinados para mantener el vino como eje rector de la propuesta gastronómica. Lunario es una extensión de Lomita y Carrodilla y fue diseñado para hacer lucir nuestros vinos, de forma que protagonicen la experiencia. Este restaurante no podría existir en otra región que no sea vitivinícola”.
El concepto de Lunario se fue cocinando a fuego lento, primero surgió en 2014 como un asador campestre llamado Traslomita y fue mutando al restaurante que es hoy.
“Traslomita se aclientó muy rápido, como todo lo que se abría en el Valle. A mediados de la década pasada, Valle de Guadalupe vivió su etapa de auge y efervescencia enoturística. Entre 2013 y 2016 nacieron restaurantes como Finca Altozano, Malva y Deckman’s que se volvieron muy exitosos. Pero otros tantos surgieron y esta versión del farm to table del Valle de Guadalupe empezó a prostituirse; en todas partes había pulpo al grill, tostada de atún, taquitos de pescado… y luego el vecino empezó a servir micheladas y margaritas y el otro vecino carajillos y cocteles. El concepto perdió significado”, comenta Pérez Castro.
El peso de la temporada
“Como la mayoría”, cuenta Fernando, “nosotros abríamos solo en temporada alta. Durante el invierno, con la lluvia y el frío se vuelve incómodo comer afuera. En diciembre cerrábamos y comenzábamos en mayo casi de cero. Algunos de nuestros meseros y cocineros regresaban, pero no la mayoría; había que capacitar al personal nuevamente y perdíamos gente muy valiosa en el camino. Así detecté dos áreas de oportunidad: faltaban restaurantes de todo el año, pues la gente seguía viniendo al Valle aún en invierno, y restaurantes de alta cocina que ofrecieran una experiencia diferente”.

Para Fernando Pérez Castro era importante alejarse por completo de la imagen rústica que aún hoy pulula en Valle de Guadalupe: “lo primordial era dejar de tener esa versión muy viril, muy de bato, que se maneja en los restaurantes de campo. Queríamos alejarnos por completo de la madera expuesta, lo oxidado, lo reciclado, que era la tendencia local. Queríamos darle la vuelta, pero que siguiera sintiéndose rural, con una lógica bien integrada al Valle de Guadalupe. Un fine dinning que no se percibiera ostentoso ni fuera de lugar. Y luego llego la pandemia”.
La COFEPRIS prohibió los platillos al centro, nada de compartir. La distancia entre mesas ya no era un elemento de distinción, sino de seguridad. Los protocolos de higiene y las medidas precautorias por parte del personal de cocina y de servicio, lograron estándares antes reservados solo para lugares de clase mundial.

“Gracias a eso tomamos la decisión tajante de dejar atrás el asador campestre. Esas nuevas formas y estándares, nos llevaron al fine dinning que veíamos en otras partes del mundo y sobre todo que nos recordaban a Laja, el primer gran fine dinning de Valle de Guadalupe.” recuerda Fernando.
El observatorio de Sheyla Alvarado
Algo muy importante en este nuevo comienzo, era que el resultado proyectara el carácter femenino del Valle de Guadalupe. Así, desde el nombre, que hace referencia a los ciclos, la arquitectura, los acabados redondos y pulidos, la gama de colores claros y los platillos sutiles y refinados de la chef Sheyla Alvarado, quien encabeza desde aquel entonces la cocina del Lunario, reflejarían la delicada elegancia que exhibe la naturaleza.

El restaurante fue diseñado arquitectónicamente como un observatorio: el techo es un gran domo. El cielo y los los astros son temas recurrentes tanto en Lomita como en Finca la Carrodilla, cuyos viñedos y salas de producción tienen certificación orgánica.
“Los vinos de Baja California han evolucionado”, señala Pérez Castro, ”cada vez son más elegantes y sutiles, y eso también tenía que mostrarse en Lunario. El 98% de las bebidas alcohólicas que se ofrecen son vinos de la zona, primero los de nuestras bodegas y luego los de bodegas invitadas que admiramos y que cambian mensualmente, junto con el menú. En la carta de bebidas no hay refrescos o destilados y no es que seamos dogmáticos, intentamos ser congruentes con una idea fundamental para mantener la vocación del Valle de Guadalupe: tenemos suficiente. Lo que somos es suficiente. No hay que agregar cosas. No necesitamos tirolesas o tragos de colores con luces de bengala.”
La transición no fue fácil para Sheyla, la chef. “Yo no quería dejar ir al Traslomita. Fue mi primer trabajo como encargada de cocina y para mí era un lugar seguro y familiar. Yo no entendía bien lo que quería Fernando, me daba miedo negarle un refresco o un tequila a los clientes, pero sobre todo me aterraba decirles: te vas a comer lo que te dé, no vas a elegir. Intenté convencerlo de que además del menú degustación tuviéramos carta y lo consideró, pero al final dijo que si hacíamos eso, adiós fine dinning y tuve que dejar ir ese concepto culinario y madurar profesionalmente”.
Cocina con ciclos lunares
El menú cambia cada mes, junto los ciclos lunares, y está conformado por una versión corta de seis tiempos y otra de ocho. También está la opción vegetariana y vegana. Los vinos se pueden elegir por botella o por copeo, desde la línea básica hasta la premium, aunque lo que se sugiere para disfrutar la experiencia completa, es elegir el maridaje propuesto por el sommelier Benjamín Torres.
Lunario vive en la casa de su padre, Lomita, una bodega que la familia Pérez Castro inició en 2009 y cuyo diseño e imagen un tanto seria, podrían percibirse como masculinos. Su madre es Finca la Carrodilla, un vergel donde está ubicada una bodega de vinos, una capilla dedicada a la Virgen de la Carodilla, un viñedo y un huerto orgánicos, un apiario y un corral con vacas, borregos y cabras de donde crecen los ingredientes para Lunario.

“Somos una especie de constelación, dice Fernando, un dialogo entre las vinícolas que producen el vino, el restaurante que desarrolla platillos para esos vinos, con los ingredientes de una de las bodegas. Esta configuración está interconectada y se nutren uno al otro de manera diaria”.
Con la leche de vacas, cabras y ovejas, se producen diversos quesos y mantequilla. Llegado el momento, algunos de los animales se incluyen en algunos platos del menú. Del huerto se aprovecha todo, desde la raíz hasta la hoja. “Una de las mayores satisfacciones que me ha dado Lunario como cocinera”, explica Sheila, “es la conexión con la tierra. Vengo de Guaymas, Sonora, que es más de mar. Es un privilegio sacar un betabel de la tierra, tener un arcoíris de zanahorias y que además sean orgánicas. Ver la relación de los trabajadores con los cultivos, cómo le echan todas las ganas para que la planta crezca sana y que sea su mejor versión. Veo el esfuerzo de meses, de años que implica tener un huerto sano y productivo, entonces, ¿cómo lo voy a quemar?, ¿cómo lo voy a salar? No. Le tengo mucho respeto.”
Ilustres referencias
Sheyla visita el huerto constantemente, prueba los frutos, las hojas, los tallos y las flores. Utiliza los productos del campo en diferentes facetas de su ciclo productivo. A veces los tomates en invierno se quedan verdes y aprovecha su textura y acidez. Este mes, por ejemplo, tiene un postre con fresas y chícharos que por azares del destino, salieron bien dulces. Se mantiene en constante desarrollo, procurándose prácticas en grandes restaurantes como Sud 777, Cosme y Mirazur, que ostenta tres estrellas Michelin, y eso se ha reflejado en reconocimientos como el de 50 Best y la Guía de los 250 restaurantes de Culinaria Mexicana y Larousse.

Un personaje que también ha sido elemento clave para elevar a Lunario a un nivel cósmico, es Enrique Farjeat, director de operaciones del grupo, quien ha logrado una reconocida trayectoria en la operación y el servicio de hoteles y restaurantes de alcurnia. Enrique se integró al inicio del Lunario, y durante la pandemia se enfocó en el huerto y la granja, en los que no tenía mucha experiencia, pero que le dieron la perspectiva completa para comprender el perfil rural del restaurante.
“Enrique es un elemento fundamental. Cuando nos planteamos Lunario, supimos que era necesario tener a una persona con gran experiencia, no solo en servicio, sino en el servicio que aspirábamos tener. De primer mundo, con copas Riedel diferentes para cada tipo de vino, un mesero bilingüe por mesa, capacitación esmerada desde el discurso hasta la coreografía. Tenemos un demográfico muy joven en el personal y Enrique es una figura de autoridad que inspira respeto y admiración” comenta Fernando.

“Mi papel como director de operaciones en Grupo Lomita, tiene mucho que ver con cumplir y superar la expectativa que generan nuestros proyectos, reflejándole a la gente a través del servicio nuestra vocación vitivinícola y agrícola. También, como no tenemos refrescos y no ofrecemos destilados, tengo que brindar opciones y crecer la experiencia del vino, para que no extrañen esos productos”. Para Enrique es muy importante darle protagonismo al vino y que el restaurante sea una extensión de las bodegas, por ello cuidó desde un inicio que los precios no se inflaran y tuvo muy claro que, hacer convenios con marcas de Tequila o de refrescos, no era opción.
Ciclo completo
“Benjamín, nuestro sommelier de base, desarrolla las notas de cata, y todos probamos los vinos de forma cotidiana, ya que evolucionan constantemente. Así el puede hacer ciertas sugerencias a la chef, para que no brinque el picante o la acidez. Algo muy importante es que el vino se cuida y se conserva con mucho esmero, no somos un restaurante que mete la botella al hielo para servirlo. Lo tenemos listo desde las cavas del restaurante, a temperatura controlada para cada estilo. Solo si el cliente nos pide una cubitera con hielo, lo hacemos, pero antes le sugerimos que lo podemos llevar y traer sin problema. Cada maridaje y cada tiempo lleva una copa distinta, que no necesariamente es la que dicta la marca de las copas, sino la que nosotros buscamos para lograr mayor armonía entre el vino y el platillo y se hace una explicación detallada en cada tiempo”, afirma Enrique.

El cuidado del huerto, los corrales y las abejas, han sido su talón de Aquiles: “Es un reto constante. Con los borregos y los chivos me involucro desde su gestación, crianza y engorde, hasta el sacrificio, que al principio me costó trabajo. Dejé de ponerles nombre porque me encariñaba. Pero les damos una vida digna y el trato más humano posible. A diario se hace limpieza de sus espacios y mientras, conviven unos con otros en un área de recreo. Los cepillamos, los bañamos y hasta los involucramos en la vitivinicultura. A los borregos los sacamos a pasear por los viñedos en una jaula muy grande que se llama el Borrego móvil y nos ayudan quitando la hierba y abonando. Las abejas se han vuelto indispensables, polinizan las plantas y enriquecen el entorno. Si dan miel, que bueno, pero no las tenemos para eso”.

Una parte muy importante entre el viñedo, los animales y el huerto, es la composta. Todas las mermas y los desperdicios del restaurante se regresan a Finca la Carrodilla, y se integran con los recortes de hierbas y los residuos de la vitivinicultura, como la poda, los lodos, las pieles y las semillas. También se hace una separación de los excrementos de los animales y se procesan de manera distinta por los niveles de nitrógeno que aportan al suelo, completando un ciclo más. Luego, todo comienza de nuevo.