El linaje de Thomas Troisgros es demoledor: nieto del legendario Pierre Troisgros, hijo de Claude Troisgros y sobrino de Michel Troisgros. Sobre sus hombros cae pues toda la historia de la nouvelle cuisiney su evolución posterior. Brasileño de nacimiento y con una trayectoria de éxitos en Rio, acaba de abrir su nueva mirada hacia la haute cozinha en Ipanema. La ha llamado Oseille (acedera), en memoria de aquel salmón que creó su abuelo y que ayudó a cambiarlo todo en los años 60 del pasado siglo.
Si aquel “salmón inteligente” -en definición de Le Monde en la época- es, por así metaforizarlo, la primera piedra del muy reciente Oseille, los cromatismos brasileños son la parte importante de su diseño y de los acabados.

Thomas, hombre de simpatía vertiginosa, políglota y, sin duda, con vehemente instinto rockero, conjugó la muy francesa estirpe familiar, el desasosiego cerebral y virtuoso de Mugaritz, la grandeza de Arzak y la caña de Boulud, restaurantes en los que aprendió antes de ser reclamado por su padre, Claude, para dirigir el entonces estrellado Olympe, que consiguió colocar en 50 Best Latinoamérica antes de que llegara la pandemia y mandara parar.
Desde aquellos brillos contemporáneos, y con una actual y nutrida cartera de establecimientos en la ciudad –Toto (“así me llamaba mi abuelo”), Le Blond, CT Boucherie, T.T. Burger, Três Gordos, MarolaSanduicheria y Tom Ticken– de por en medio, Thomas retoma las andadas con Oseille.

Alta cocina a la brasileña, o, mejor, haute cozinha. Porque el restaurante, una gran barra enmarcando la cocina sólo para 16 personas, lejos de la tediosa atmósfera fine dining (Thomas ha cambiado el nombre, muy pertinentemente, por fun dining) se abre a la alegría, los comentarios, la promiscuidad constante con el chef y su equipo… La fiesta gastronómica.
Con unas bases técnicas implacables y precisas, elaboraciones afinadas y minimalistas y la sutil hibridación de salsas y acideces (“es lo que más me gusta”), la propuesta de Oseille -dos menús degustación- se mueve con distintos backgrounds -“los que yo he ido viviendo por el mundo”- regocijándose de productos brasileños en un epifánico melting pot. “Esto es rock and roll; es como la cocina de mi casa, en donde recibo a los amigos. Aquí se habla y se ríe, se repite de salsas”. Está claro.
Evocaciones brasileñas afiladas en francés
Esta noche conoceremos el menú largo (7 pasos y postre), que compincharemos con un chardonnay en barrica de Brasil (Rio Grade do Sul), el Cata Terroirs.
De aperitivos, un crocante de alga y arroz topeado por tartare de tomate y tomate semi deshidratado y una osada remolacha asada con tierra de chocolate y kéfir.

La cocina va a tope y el rock sigue en los altoparlantes. Sashimi de vieira con vinagreta de ponzu, kombucha de café y vaina de nabo. Escuela de acideces fascinadas de Japón.
Plato ganador de la noche: cavaquinha (cigala real o zapatilla), de cocción vibrante, con una aterciopelada beurre blanc, brócoli, kale y repollo. Buen momento para la aparición del pan (elaborado en el mismo restaurante), porque no voy a delegar la salsa.
Mimosa la sopa de cebolla tostada con tortellini de distintos tubérculos (papas dulces, morada y baroa) y aceite de Sichuan.
Brasil se evoca muy directamente en el pargo con espuma de coco, palmito en dos texturas, acedera y botarga de tainha (mújol) de Búzios, rock suave.

Gallina de Angola (pintada) con hongos japoneses y, de nuevo el gusto por la acidez, salsa de vinagre, pollo, tomate y mocotó (pata de vaca).
Final entre melosidades con el libidinoso corte Denver (pieza que se esconde bajo el omoplato de la vaca, de una infiltración grasa asombrosa y altísima terneza) acompañado de una bearnaise cítrica y un elástico aligot.
El postre es un canto al bosque: helado de vainilla con merengue, champiñón de París, chantilly de hongos y crumble de chocolate y hongos.
Y Thomas que, en medio del fragor, no para de reír.