Fierro, el Mediterráneo con chispas argentinas

Germán Carrizo y Carito Lourenço son mucho más que un compromiso culinario hispano-argentino

Xavier Agulló

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Fierro, hasta hace poco un restaurante, ejem, irreductible -una sola mesa corrida, sólo menú degustación, horarios complejos-, luce tras la última reforma con un formato más canónico: mesitas separadas, nuevo privado para ocho personas y una bodega muy potente, con alrededor de 1600 botellas. El menú como única opción, esto sí, sigue siempre viajando al vaivén de las estaciones y el mercado.

 

La cocina. A pesar de que a lo largo del ágape el comensal descubre -y disfruta- diversos guiños a la Argentina natal de ambos, el concepto global del restaurante no se ata a ninguna nacionalidad ni manifiesto ideológico. Germán Carrizo y Carito Lourenço, a los que conocí cuando empezaron hace años con Quique Dacosta (consiguiendo, por cierto, la primera estrella de El Poblet de Valencia), son cocineros de rara solidez, de gesto prolijo, de delicados matices, amantes confesos de la luz mediterránea y gestores de su imaginación sin adjetivos ni muletillas. Aunque, caprichos del mercado, el plato que les ha dado más fortuna es la empanadilla argentina, la criolla, que elaboran completamente y que, no puedo evitar caer, es exquisita tanto en lo táctil como en vigor sápido.

 

Pero Fierro es mucho más. Partiendo de la libertad creativa sólo sujeta a las materias primas disponibles, los dos cocineros, que se enorgullecen también de una sala modélica en todos los aspectos, juegan con desparpajo con texturas y sabores, los recuerdos de ultramar y la colorida diversidad valenciana.

Empanada
Empanada

Comienza el viaje, para preparar el paladar, con unas verduras de temporada encurtidas con hidromiel, vinagre de cereza, lima, kombucha, vinagre de anchoa y vinagre de flor de saúco. Acidez chic. La refinada y leve tartaleta que sigue contiene grasas quisquillas crudas alegradas con yuzu. Frescura envolvente. Chute pelágico: erizo en un cubo de alga nori, profundidad. Por fin, la crema de morena y su piel crujiente, otra impetuosa descarga.

 

Inspirados por el clásico affogato italiano, los cocineros presentan un sutil, foie gras bañado en café, plato que da paso a la afamada empanadilla, que Germán bautizó como Justina en honor a su madre. Ratifico lo ya dicho: grasa en su punto justo, crujiente enloquecedor, limpio brío. Al lado de la pieza, una gilda esferificada frita.

Ostra
Ostra

La chirivía es, a mi juicio, uno de los hits del menú. Plato virtuoso que sorprende por las travesuras texturales y por la horchata (de chirivía) que le sirve de fondo. No le va a la zaga la ostra (local) con algas de diferentes matices táctiles -que acrecientan la sensorialidad- y una crema de rúcula. La carne, curada en sal y azúcar, conservada en aceite y cortada en láminas finas, es otro recuerdo argentino, aquí recreado como un ravioli relleno de tomate y lechuga, líquido de la ensalada.

 

Momento de inflexión. La cremona (o rosca) de Córdoba (Argentina). Memoria de ultramar. Pan ligeramente abizcochado elaborado con grasa de ternera ahumada que les surte un panadero local, Jesús Machí. Sólo ver la gran pieza genera adicción, y más con la mantequilla de shiitake fermentado que la acompaña y la cucharita de caviar. En fin…

 

Y seguimos: boletus a la brasa con bresaola ibérica. Bogavante a la brasa de impecable factura con sutilezas ácidas y marinas. El inevitable pichón (a la brasa) se exhibe perfecto, con fresas en chutney, puré de coliflor a la llama y setas.

Bogavante
Bogavante

Los postres. Pomelo con ganache de café y cremosos de pistacho y de naranja. Arroz con helado de sake y chupito de destilado de arroz. Sorpresivo flan de soja y miso.

España y Argentina, en Fierro, suman mucho más que dos.

 

 

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