Orobianco, el latido de la Italia contemporánea

Orobianco, primer restaurante italiano en lograr una estrella Michelin en España (2018), vuelve a la arena con Paolo Casagrande

Xavier Agulló

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El peñón de Ifach y su magia telúrica desafiando al Mediterráneo es el decorado vivo del comedor de Orobianco, arrojado sobre Calpe desde las pinosas colinas. A los mandos, en forma de asesoría gastronómica, el italiano Paolo Casagrande (Lasarte***) y su colega Andrea Drago a la faena.

 

Con esta reinauguración que se define como “alta cocina italiana contemporánea”, Calpe vuelve a sus fueros como hot spot gastronómico de la Comunidad Valenciana. Si amara el tópico, diría que “la sombra de Martin Berasategui es alargada” en Orobianco, pero como no es el caso, prefiero tornar la frase “la luz de Martin es alargada…”. Sí, y no sólo por el estallido de la luz mediterránea que deslumbra la sala, sino por la acerada carga técnica, la precisión, la delicadeza, la orfebrería estética y, en definitiva, la perfección que exhibe el menú.

 

La escuela Berasategui está en las manos de Paolo, por supuesto, aunque también en las de Andrea, que ha sido el segundo de Casagrande desde 2013 en el Lasarte barcelonés. Pero luego, más allá de aquella luminosidad aprehendida, están las mentes libres de los dos cocineros. Ambos italianos (el primero del Véneto, el segundo del lago de Como), ambos creativamente
inquietos. Y ahí es dónde está la fiesta Orobianco, más allá de algunos indisimulados homenajes a su maestro. Paolo y Andrea viven en un puente culinario que va de Italia a España, y de España a las costas y tierras de Calpe. Y todo resonando. Heterodoxia.

 

No es exótico, entonces, que el menú se inaugure con una versión de la pizza en forma de bao al vapor con berenjena parmigiana y pesto, con un cannoli siciliano relleno de tartar de gamba blanca y toques de pistacho y, por supuesto, la sardina (frita en tempura negra) en saor, no sea que nos falte el Véneto.

 

Fussillone con pomelo y galera
Fussilone con pomelo y galera

 

Hemos acometido, porque somos de la vida, el menú largo (165 euros; hay otro corto por 130 y carta)  que iniciamos con el atún rojo marinado con un licuado de olivas noccelara, agua de tomate, gel de limón fermentado e hinojo de mar encurtido, y las sensaciones solares se funden con la raya azul al fondo.

 

Andrea, en este punto, se autohomenajea con el primer plato que creó en Lasarte Barcelona: tartar de calamar en corona de crema de almendras y yema encurtida, polvo de guanciale. Cremosidades en dolby. El Mediterráneo vuelve a resonar con el langostino marinado (sicalípticamente morboso) con espuma de espárragos blancos, ceviche de ostra y caldo de raíces.
Complejidades graciosamente facturadas.

 

ravioli de burrata
Ravioli de burrata

 

La pasta, claro. Pero… Fusillone… Merece una explicación: pasta elaborada en un pastificio de Ancona con clara de huevo, una de las favoritas del gran Mauro Uliassi. Divertida en la sorpresiva acidez del pomelo rosado, con galera, caviar osetra y aire de franciacorta. Fresco rock and roll. Los ravioli son de burrata, implosivos, con bogavante y sopa de jamón y albahaca. Vocación “de firma”.

 

No menos preciso es el sanpedro asado con hinojo salvaje y emulsión de cítricos y almejas, esa puta exactitud. Por no hablar del pichón, modélico, de esta ternura mórbida que exaspera, interpretado a la veneciana con el hígado rebozado y encebollado, el brioche de los interiores.

 

Los postres, en la iluminada senda de Berasategui: helado de piel de limón, menta, pepino y manzana verde; y cremoso de café, cacao, regaliz y frambuesa. No se me ocurre otro italiano así en España.

 

 

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