La mayoría de las veces, el nombre de un restaurante suele ser una declaración de intenciones por parte de la propiedad, ya sea un topónimo que alude a sus raíces, el nombre de un chef que indica vocación autoral o un término conceptual que aspira a definir un proyecto. Cuando hace referencia a un producto concreto es evidente que nos está diciendo cuál es su especialidad y qué es lo que tenemos que comer allí.
Es el caso del local del gijonés Carlos Fernández Miranda, que vio la luz en la segunda mitad de 2022 y que se autodefine como restaurante consagrado a la cocina norteña pero que, llamándose como se llama, Virrey, no sólo nos remite inmediatamente a Asturias, donde este pescado no es el virrey sino el rey (perdón por el obvio juego de palabras), sino que desde mucho antes de sentarnos a la mesa ya tenemos claro qué es lo que vamos a pedir.
Que no es otra cosa que este pescado de ojos saltones y un color rojo fruto de su alimentación altamente gourmet, basada en marisco.

Así que, una vez aposentados en su comedor con toques art decó y cierta estética de pub ochentero, sofás y moqueta incluida, dominado por una gran barra, o en alguna de las mesas de su terraza urbana, no queda otra que, con la ayuda del director de sala, Sebastián López Robledo -al que conocimos antes de la pandemia en el más que interesante Condumios-componer la comanda del final para poner el virrey hacia el principio.
A modo de aperitivo, una refrescante banderilla extragrande a la que llaman, discutiblemente, gilda: además de anchoa, aceituna gordal y piparra, lleva atún en sashimi, tomate seco, boquerón y bacalao. Está buena y potente y los ingredientes son notables, pero gilda, lo que se dice gilda, no es cómo la llamaría precisamente.

Estacionalidad total en el primero de los entrantes, ventresca de bonito en escabeche con tomate y cebolletas. Suave y ligero, con un inesperado toque de comino que le da un agradable punto sureño (dicho sea de paso, qué bien casan tomate y comino).
Como muy sureñas son las delicadas huevas de atún de almadraba en salazón con almendras fritas y aceite arbequina y las excelentes y restallantes gambas rojas de Garrucha, con las cabezas rebosantes de ambrosía.

La croqueta de jamón con huevo duro, un tanto amorfa -signo inequívoco de que está boleada a mano- es del tipo expansivo, esto es, más que cremosa, por lo que hay que tener mucho cuidado al comerla. Si llevara algo más de jamón no le pasaría absolutamente nada.
Y llega la hora de la verdad, el momento de enfrentarse a la estrella de la casa. El maestresala presenta a la mesa una pieza entera de unos 900 gramos, rodeada de patatas y acompañada por una salsa de cebolla y amontillado. Y procede a emplatarla, en dos vuelcos.

En el primero, los lomos, fresquísimos, jugosos y perfectos de punto. La salsa, de un equilibrio insospechado, sin un atisbo del dulzor con el que amenazaba la liliácea, para mojar patatas y patatas. En el segundo, al modo de lo que hace Aitor Arregui en Elkano de Guetaria, un ilustrativo despiece con ventresca, parpatana, ijada, cococha, facera, paladar, mormo y contramormo.
Sólo faltaría el ojo pero, en atención a los más melindrosos, únicamente lo sirven si se solicita previamente. En conjunto, un plato que justifica sobradamente el nombre del restaurante y le hace honor.

En el apartado dulce, probé dos propuestas, la más facturada y la preferida de Fernández Miranda. La primera, una tarta de queso crema clónica de los miles de tartas de queso que se sirven en restaurantes de todo tipo, con el consiguiente escaso, interés; la segunda, una leche merengada helada, con bien de canela, que provoca una gozosa regresión a la infancia, mucho más recomendable.
La carta de vinos denota cierta inquietud enológica, con una selección pensada para satisfacer tanto a los clientes más clásicos como a los más modernos e, incluso, a quienes viven por y para épater le bourgeois, que haberlos, haylos.
C/ Zurbarán, 8. Madrid