Probablemente no es justo, y de hecho no lo es, que, al visitar un restaurante recién abierto por un cocinero treintañero que ha estudiado en Le Cordon Bleu y ha sido discípulo de Juan Antonio Medina en Zalacaín, de Eneko Atxa en Azurmendi y, especialmente, de Alain Passard en el mítico L’ Arpege parisino, las expectativas estén muy por encima de las que suscitan otras aperturas. Pero no es menos cierto que, cuando esas expectativas se cumplen, la satisfacción es mayor que en otros casos.
El artífice en cuestión es el madrileño Coco Montes (para los registros oficiales, Ignacio Montes, pero “me han llamado Coco desde que tengo memoria, cosas de mi madre”), quien tras seis años afincado en París ha regresado a su ciudad para abrir el restaurante Pabú en una bocacalle del Paseo de la Castellana, a medio camino entre las plazas de Lima y Cuzco, que es desde ya una de las novedades más importantes de este 2023 que se nos escapa entre los dedos.
El curioso nombre es un acrónimo de las palabras pate y bubú, con las que sus sobrinos denominan a sus abuelos, padres de Montes y figuras clave en la puesta en marcha de un proyecto cien por cien familiar. Aunque bien es cierto que antes de prestarle su apoyo incondicional para que se dedicara a la hostelería, le encaminaron a estudiar Ingeniería Industrial, lo que le dio paso a trabajar en una multinacional. Pero eso, como él mismo señala, queda en un pasado lejano.
Que estamos ante un restaurante diferente es algo que queda claro desde el primer momento, al llegar a la puerta, con un minicartel con el nombre y una inmensa cristalera que deja ver unos butacones y unas mesas que más parecen un club inglés que un restaurante y que funciona como sala de recepción. El comedor está en el sótano, al que se accede a través de unas escaleras voladas y donde cohabitan la cocina vista, una preciosa bodega también a la vista y
fabricada por un herrero de Belmonte de Tajo y la sala propiamente dicha, con capacidad para 30 personas, en la que reinan muebles antiguos a los que han querido dar una nueva vida.
Una vez en la mesa, arranca la propuesta de Montes, que él define como cocina de microtemporada, que consiste en que los platos cambian casi a diario en función de lo que sus proveedores, todos de confianza y todos de nivel contrastado, le ofrecen. “Si un día me llaman y me dicen que hay unos puerritos estupendos pues ese día improviso y tocan esos puerritos”. Y así sigue su cocina.
Esta microtemporada se divide en dos menús degustación, tarifados a 110 euros el corto, Bubú (aperitivo, entrante, principal y dos postres) y a 150 el largo, Pate (con dos principales más), ninguno de los cuales, cosa siempre de agradecer, se ha de pedir a mesa completa. En una efímera hoja aparte, con la fecha de la visita, se pueden leer los platos. O no, y dejarse sorprender por la estimulante propuesta de Montes
Una propuesta en la que la influencia del maestro Passard es más que perceptible y en la que los vegetales son los principales, que no los únicos (aunque igual en un futuro próximo, quién sabe), protagonistas. Unos vegetales de altísima calidad tratados con mimo y cariño con técnicas afrancesadas, con puntos muy al dente que ensalzan sus virtudes, con la acidez como cautivador hilo conductor del menú y sin renunciar cuando se tercia a la proteína animal
como potenciador del sabor. Y con unas preciosas presentaciones, llenas de estética y buen gusto.
El menú que nos tocó en suerte (y que seguro que no es el mismo que le tocará al lector por aquello de la microtemprada) arranca a lo grande, con un soberbio pan de masa madre hecho
en la casa, para acompañar un aceite de cornicabra con un toquecito picante y rústico y un aperitivo que ya da una idea de por dónde van a ir los tiros, rabanitos con haba tonka.
El primer pase le da el protagonismo a un producto tan sencillo como agradecido cuando es bueno y está bien trabajado, la patatita nueva, en ensalada templada con salsa de espinacas y cebolleta con tuber uncinatum (trufa de otoño). La albahaca proporciona frescura y la lima de Tahití, esa acidez de la que hablábamos. Sabroso y delicado, pone el listón muy alto para los siguientes.

Seguimos con la col con coliflor, que no sólo aguanta el tipo, sino que supera al anterior. Al margen de ser un plato estéticamente precioso y con una textura precisa, ni dura ni blanda, alcanza un equilibrio perfecto entre agrio, ácido y un deje dulzón, a los que contribuyen la manzana granny-smith, el eneldo y el brachyscome (una flor de origen austral).

Otoño, tiempo de setas. Y uno de los reyes indiscutibles de este ámbito son los boletus. Aquí se trabajan unas piezas enormes de La Rioja que son exhibidas mesa por mesa antes de llegar al plato acompañados de almendra marcona, cebolleta, trigo sarraceno y albahaca bicolor. Es, quizá, la propuesta más irregular y que más se sale de la línea trazada por Montes, por un exceso de dulzor algo cansino.
Todo vuelve a su ser con el siguiente pase, dividido en dos, y que convierte a las humildes acelgas en alta gastronomía. Primero, las pencas a la marinera, con un apabullante fondo de pargo de toma pan y moja y el toque ácido, que no falte, de los granos de granada. Y, después, las hojas crujientes con crema de calabaza y parmigiano reggiano con 36 meses de curación, en una combinación llena de contrastes sápidos y de texturas.

Sosas las lentejas caviar con níscalos y fondo de chirivía que cierran el apartado de verduras para dar paso a la carne, una concesión al público más conservador que se antojaba innecesaria pero que, a pesar de las reticencias iniciales, se agradece, y cómo, porque la pintada guisada con puré de membrillo es uno de esos platos reconfortantes y estimulantes que provocan regresiones atávicas.
Nada que reprochar a dos postres afrancesadísimos y técnicamente bien resueltos como el vacherin con chantilly a la vainilla bourbon de Madagascar y helado de salvia ananás y el etéreo soufflé al anís estrellado con praliné de avellana. Bueno, sí, algo se le puede reprochar, y es que algunos preferiríamos un plato más de verduras y un solo postre.
Montes confiesa que está enamorado de la cocina desde pequeño, aunque tiene claro que “no puedes pretender vivir bien en hostelería, salvo en hostelería de hotelería”. Y confiesa que es un apasionado del vino, razón que explica la excelente bodega del restaurante que maneja con solvencia Pablo Peinado y entre cuyas 200 etiquetas encontramos, además de medio centenar de champanes (ese afrancesamiento…), rarezas, joyitas, curiosidades y, por supuesto, vinazos.
Un solo pero: que la referencia más asequible no baje de los 35 euros no es exactamente la mejor manera de fomentar el consumo del vino. Tanto los amantes de los vegetales como quienes piensen que son aburridos, harían bien en darse una vuelta por Pabú. Y los que sólo busquen disfrutar, también.