Flor Baja es una calle corta del centro de Madrid, bastante impersonal y no precisamente bonita, situada a espaldas de la Gran Vía. Una rúa por la que, salvo que viva por allí, es difícil que transite algún lugareño, y mucho menos un foráneo. Con una importante salvedad: que sean aficionados a la cocina japonesa. Porque, nadie sabe muy bien por qué, Flor Baja siempre ha sido sede de notables restaurantes nipones, desde el legendario «Tokio Taro» donde empezó Ricardo Sanz hasta el muy fiable «Miyama», que ahí sigue. El último en sumarse a la lista ha sido «Ikigai», que se instaló allí en 2018, precisamente en el local que ocupó «Tokio Taro».
«Ikigai» es el proyecto personalísimo del muy cosmopolita treintañero Yong Wu Nagahira, hijo de japonés y china nacido en París y criado y educado en España, donde estudió Empresariales y luego se formó en los fogones junto al sushiman Masaya Ohama (quien ejerció en «Robata» o «Ginza», dos de los japos capitalinos primIgenios), antes de pasar por «Nikkei 225» y «Candela Bistró». Con el bagaje acumulado decidió que era el momento de buscar su propio ikigai (que viene a ser el propósito en la vida de cada uno, la razón para estar y estar cada día) y se lanzó a la aventura en solitario.
Nagahira no practica para nada una cocina japonesa tradicional, sino lo que se podría definir como una cocina de autor con base japonesa sin límites ni prejuicios de ningún tipo. Desde una absoluta iconoclasia (bien entendida) y con mucha personalidad, el chef combina a su libre albedrío elementos de sus tres culturas de referencia (Japón, Francia y España), y alguno que otro más de aquí y de allá, siempre en busca del umami, ese indefinible y epicureo quinto sabor que es la base de la gastronomía asiática.
Aunque el restaurante dispone de carta, lo más divertido, tanto para el comensal como para el propio chef, es ponerse en sus manos con el largo menú omakase (90 euros) en el que, literalmente, hace lo que la viene en gana en cada servicio.
Para empezar, los snacks, que funcionan a modo de introducción de lo que vendrá después y ponen en actividad, y de qué modo, todas las papilas gustativas: hígado de rape con cebolleta, schichimi y salsa ponzu; crujiente de alga nori con polvo de wasabi y panipuri relleno de steak tartar de ibérico con aliño clásico y yuzu kosho.
A continuación, los entrantes, donde Nagahira hace gala de una libertad extrema, rayana con lo libertario. La gamba blanca en salmuera con mejillón en sofrito, espuma de mejillones, camarón pipa y velouté de calabaza asiática es un claro ejemplo de ello… aunque el dulzor de la cucurbitácea eclipsa un tanto el de la gamba blanca. Misma libertad en la contundente tempura de tuétano de ternera con demiglace de setas y espuma de holandesa.

Muy divertido el homenaje al País Vasco con el marmitako frío de bonito curado y ahumado con piparras encurtidas y boniato al que sigue un milhojas de remolacha cocida en su propio jugo con espuma de anguila y de queso manchego y mirin especiado. Para terminar, wonton con ricotta y txangurro con crujiente de piel de lubina. Cosmopolitismo a tope.
Lo bueno de que algo termine es que algo empieza. Y lo que empieza a continuación es al festival de nigiris, el principal argumento de «Ikigai», que se salen por completo de lo habitual y donde el itamae se luce al máximo, con una firme apuesta por la fusión global, a partir de un arroz impecable, suelto pero firme, como mandan los cánones japoneses, que prescriben que la bolita de cereal es la que verdaderamente marca la diferencia.

Aunque también prepara los más clásicos (disponibles en la carta), aquí se lanza a la creatividad máxima. Van llegando a la mesa en tandas de dos o tres y llama la atención la osadía extrema de algunos de ellos, como el de hamachi con sobrasada ibérica, vinagre de módena, frambuesa y puntillita; el de sardina macerada con tapenade y tomate seco y panko tostado con mantequilla: el de fideos de calamar con sabayón de sake y chip de ajo frito o el de toro semiflambeado con curry de chocolate, schichimi togarashi y cebolleta. Dicho estaba, ni límites ni prejuicios, unami desbordante.

Más nigiris: shiitake con panceta doblada; atún con alga nori, aove, piparra frita y sal maldon; tataki de toro ahumado con cremoso de aguacate y lima con jalapeño encurtido (¿homenaje a Nobu?); ventresca de lubina con mojo de ají amarillo y yuzu; vieira con foie flambeado, salsa de anguilas y huevo hilado.

Por si todo lo anterior no fuera suficiente para sacar bandera blanca todavía falta el remate, el estupendo temaki de maguro picante que cierra el festival. Bueno, no del todo, porque el omakase, en la inevitable concesión al público occidental, incluye también postre (anin tofu de chufas, reducción de PX y vinagre de Jerez) y petit fours. Lo que pasa es que cerrar con el temaki es tan insuperable…
Extensa y más que interesante carta de vinos, con amplia representación internacional, en la que, por evidentes razones de maridaje, los blancos y los espumosos se llevan la parte del león. Pero una pequeña degustación de sakes es una opción a tener muy, pero que muy, en cuenta.
P.D. Desde 2022 “Ikigai” cuenta con un hermano pequeño, “Ikigai Velázquez”, en el límite entre dos de los barrios más suntuosos de la capital, Chamartín y Salamanca. Ocupa el espacioso sótano que durante muchos años albergó el italiano “Rugantino”, es mucho más grande y su interiorismo, más señorial. La propuesta de Nagahira, marcada quizá por un público más conservador, es mucho más sobria y menos arriesgada, más tirando a tradicional, y, eso sí, también con los nigiris como grandes protagonistas y siempre con “sus” tres países en el punto de mira.