Aparte de que ese día comenzaba la primavera, el 21 de marzo de 2001 no sucedieron en el mundo demasiadas cosas dignas de ser recordadas. Pero en Madrid se produjo un acontecimiento que, si bien no hizo demasiado ruido en su momento, estaba destinado a trascender con el paso de los años, al menos en el mundo de la gastronomía. Los entonces treintañeros Carlos Torres y Elisa Rodríguez inauguraban, en el barrio de Salesas, el restaurante La Buena Vida que hoy, 21 años y medio después, no solo goza de excelente salud sino que se ha convertido en una de las indiscutibles direcciones de referencia tanto para los gastrónomos capitalinos como para los que están de paso o de visita en la ciudad.
Que un restaurante se mantenga en funcionamiento durante más de dos décadas en una ciudad tan voluble y tan infiel a sí misma y a los suyos como Madrid, sería por sí mismo suficientemente motivo para ensalzarlo. Pero es que, y esto es lo mejor, cada año que pasa la vida en La Buena Vida es un poco mejor que el anterior.
Ocupa un local discreto sin apenas alardes decorativos, con aires de recoleto bistrot francés. La propuesta del restaurante se centra en cocina de producto y de temporada, en la que la selección de la materia prima tiene tanta importancia como el mimo que le da Carlos Torres en los fogones. Un cocinero autodidacta que antepone el sentido común a los alardes técnicos, así como el buen gusto y el respeto casi reverencial a la materia prima, preparada casi siempre de la forma más sencilla, que permita disfrutar de ella al máximo, sin enmascararla con acompañamientos superfluos e innecesarios. “Hacemos una cocina artesana; no me gusta la cocina moderna”, señala.
Hay una carta en la que se encuentran platos que ya se han convertido en incunables de la casa, como unas patatas a la importancia con congrio mundiales, los mejillones de roca con curry o la espléndida raya a la mantequilla negra, la filosofía misma del local provoca que los fuera de carta de cada día, cambiantes en función del producto y de la estación sean los protagonistas. Elisa Rodríguez los recita de viva voz mesa por mesa, añadiendo algo que es muy poco habitual en la hostelería patria pero que se nos antoja debería ser siempre obligatorio: remata la presentación con el precio de cada uno de ellos, para evitar sustos de última hora.
En este recién comenzado otoño, podemos encontrar un hojaldre horneado al momento con berenjena ahumada y anchoa, en el que seduce la combinación de la mantequilla, el humo y la salinidad. Cinco minutos después de tomarla, la combinación sigue activando las papilas gustativas. O una tête de veau en fiambre, una suerte de chicharrón ilustrado y afrancesado, en el que las diversas piezas de la cabeza de la ternera se cuecen durante 40 minutos en olla exprés, se prensan en frío en una terrina y se acompaña con un caldo tibio de la propia cabeza y una salsa ravigote (estragón, mostaza, eneldo, cebollino, chalota…). Un plato de casquería sabroso, elegante y muy amable, apto para todos los públicos.
En el apartado marino, chipirón de anzuelo gallego marcado a la plancha, con una salsita de su tinta con cebolla caramelizada. Sublime simplicidad. La sardina gallega de bajura llega a la mesa entera, condimentada con aceite y una lámina de ajo frito, para demostrar que el tradicional ajillo puede ser también alta cocina. Y la ventresca de bonito al horno, muy poco hecha y restallante de sabor, sin más añadidos que una mini guarnición de patatas fritas y corazones de puerro.
El otoño en estado puro se muestra en el guiso de níscalos con patatas y butifarra, uno de esos reconfortantes platos de cuchara de los que uno no se cansaría jamás de repetir y que podría tomar un día tras otro sin descanso. Y otoño en estado puro es también el arroz (carnaroli) de pato azulón con trompetas de los muertos, cuyo potentísimo fondo elaborado con las carcasas del ave resucitaría a un muerto.
Entre los postres, conviene reivindicar una de las mejores tartas de queso de la ciudad, que Torres ya preparaba cuando esta receta aún no se había convertido en el comodín del noventa por ciento de bares y restaurantes, y en objeto de demenciales experimentos con los quesos más extravagantes. Aquí se utiliza un sencillo queso crema y el resultado es casi perfecto en cuanto a textura y, lo más importante, cero empalagoso. Como cero empalagosa es la tatin de manzana, en la que predomina la acidez de la reineta.
Los detalles, esas pequeñas cosas que hacen grande a un restaurante, están cuidados con mimo. El pan se hace en casa con masa madre. El aperitivo consiste en unas patatas chip caseras crujientes y un trío de tapenade de aceitunas negras, tomate con aceite y un cuenquito de aceite arbequino de Cambrils en los que mojar mucho, pero que mucho pan. Y el servicio del vino, a cargo de Elisa, es irreprochable. Siempre con la copa y la temperatura adecuada para cada etiqueta. Sobre todo para los champanes de pequeños productores, que son lo que mejor combina con esta comida, tanto en el sentido gastronómico como en el sentido epicúreo. Beber champán siempre se ha identificado con celebración y comer en La Buena Vida es una celebración precisamente de eso, de la vida.