Fuegos hay muchos, tantos como manos que los encienden. Sin embargo, no son tantos los que consiguen manejarlos. La de comprender el fuego puede parecer una virtud banal, cosa de domingos al sol, pero la perspectiva cambia cuando el centro neurálgico de un restaurante es la brasa. No la subestiman los hermanos Hernández en Sarmiento, y así ponen cada día todos los sentidos a disposición de las llamas y de lo que pasa por ellas.
No es poca cosa. Miguel en sala y Juan Diego en cocina defienden -el primero con la vehemencia de las palabras, el segundo con la de las manos- el producto con el que trabajan en su restaurante de Casares, que proviene en su mayor parte de la provincia de Málaga o de esa Cádiz a la que casi se asoman. Esto de las direcciones, como ellos mismos apuntan, lo hacen “sin dogmatismos”, aunque lo cierto es que hay mucha Andalucía entre sus paredes. Solo un vistazo a su carta de vinos devuelve más 190 referencias, de las que casi la mitad son de la región.

Al mencionar la brasa podría pensarse que a Sarmiento se viene solo a comer carne. Las chuletas y los chuletones de raza retinta gaditana, de frisona y de rubia gallega cuya elección desafía hasta a los más resueltos son, definitivamente, una de las grandes razones para escalar la localidad malagueña y plantarse en su comedor encalado o en esa terraza que regala el vuelo de las águilas. Sin embargo, las verduras también forman parte fundamental de una carta consistente que no se distrae en florituras ni busca el deslumbramiento: solo dar de comer muy bien a un precio acorde a la experiencia. El único espectáculo aquí es el de las vistas.
La orgía verde
Los de Sarmiento se han aliado con Calma Eladio, el proyecto de Frutas Eladio con el que se pone en valor -también económicamente- el trabajo de pequeños agricultores de cercanía que velan por los vegetales de temporada y de producción muy limitada. “Cuando comenzamos a trabajar con ellos les pedimos un montón de productos y enseguida nos dijeron que, precisamente, tuviéramos calma”, cuenta entre risas Miguel, quien parece haber nacido para bailar la sala. “Ni había de todo ni tanto como queríamos, pero el que trabajen con agricultores especializados en ciertos vegetales en concreto nos ha dado la posibilidad de tener siempre ingredientes de excelente calidad”.
Afortunadamente, nada de esto se queda en menciones ni etiquetas. Juan Diego y su equipo le dan la atención que se merece a lo que se ha sembrado con esfuerzo en la provincia. Controlan el punto de cada vegetal y no tratan de disfrazarlo con aliños o salsas acaparadoras, algo de lo que suelen pecar quienes se suman a la tendencia verde combinada con la de la brasa. Permiten que las verduras se expresen por sí mismas y aciertan en este posicionamiento porque tienen mucho que decir.
Guisantes carnosos de Coín pasados por la parrilla con yema a baja temperatura a los que el humo no ahoga; chantarelas de comienzo de temporada a la parrilla, dulces, de mordida firme y cariñosa, acompañados con trufa negra; corazones de alcachofa que se funden con la grasa del velo de papada ibérica y del queso payoyo semicurado de la estupenda quesería local Crestellina bajo los que se presentan. Las ensaladas también se cuidan en Sarmiento, las grandes olvidadas de la restauración. Las sirven con verduras que ellos mismos encurten y con hojas de lechuga que dignifican su nombre. Una de ellas lleva, además, conejo -típico en Casares- que escabechan con tacto y que presentan con gajos de naranja, lo que la convierte aún en más malagueña.

Sin embargo, si hay una carne que manda en la localidad que dormita bajo nuestros pies, es la del chivo malagueño. Sus chuletitas a la brasa son pipas gustosas, un entretenimiento atávico; su paletilla la asan a baja temperatura y los callos, claro, los presentan en guiso; los sesos rebozados sobre una tortilla vaga de huevos de las gallinas criadas en libertad de la granja casareña Loma La Jordana, el resto en croquetas con puntos de salsa hoisin -un desvío geográfico reemplazable por otro de menor alcance-. En Sarmiento hay brasa, pero también muñeca. Esto, y el total aprovechamiento de la pieza, erigen un modo de venerar la ternura del animal.
De los números a la cocina
Diez años antes de abrir Sarmiento en 2018, la muñeca de Juan Diego no se alejaba de la calculadora. Tanto Miguel como él se dedicaban a la gestión hotelera en España, en Inglaterra, en Irlanda. Al hoy cocinero el tema empezó a atraerle cuando como director de alimentos y bebidas en el Hotel Meliá Don Pepe de Marbella coincidió con Iñaki Gorrotxategi, hijo de Matías, el páter de Casa Julián de Tolosa. “Juan Diego siempre jugó con el fuego de pequeño. Dadle a un niño una cerilla… ¡y más cuando no existían las videoconsolas!”, bromea Miguel en una de sus visitas a la mesa. “Con Gorrotxategi entendió la cultura que lo rodea. Se quedó prendado de la liturgia vasca del fuego”.
Sin embargo, no fue hasta 2020 cuando tuvo que ponerse al frente de la cocina de su propio restaurante tras la salida del jefe de su equipo. La fascinación no es suficiente a altas temperaturas, así que comenzó a estudiar las parrillas de Euskadi. Viajó, hizo un curso de especialización, se formó en quemaduras. Hoy, aún cautivo de esas llamas que prende con sarmiento, madera de encina o de la cubana marabú según las piezas, atina en las cocciones, el gran reto del fuego. Sigue aprendiendo y afinando la técnica: “Se puede trabajar con él, entender su naturaleza, llegar a sentirte cómodo llevándolo a tu terreno, pero nunca se llega a dominarlo”, admite.
Los hermanos Hernández volvieron a Casares para “poder pensar de manera más libre después de tanto corporativismo”. Abrieron las puertas y ventanas de un restaurante de los 70 mítico en Casares, La Terraza, fundado precisamente por su padre, pero que estuvo alquilado durante 35 años y cerrado otros 15. Lo hicieron porque eran conscientes del potencial de la zona y de las posibilidades empresariales -de nuevo la calculadora- aunque también por romanticismo: “Nuestra casa estaba y está encima del restaurante. Nos criamos en este ambiente. En la planta baja, en lo que hoy es el bar, mi madre tenía una tienda de artesanía local. Todo había desaparecido y siempre quisimos volver a encender sus luces, que de alguna manera eran también la luz de nuestro padre”, relatan.
Por un motivo u otro, la realidad es que han conseguido hacer de Sarmiento un restaurante de producto imprescindible en Málaga, uno que mira a la infinita blancura de Casares y a todo el verde que condensa esta provincia. Un lugar para el disfrute, el más sencillo, el más andaluz, a través de una cocina que habla en voz baja alrededor del fuego. Como a él le gusta.