Por una de esas extrañas casualidades que a veces suceden, el tramo de la calle Zurbano entre García de Paredes y Martínez Campos, en el corazón del distrito de Chamberí, se convirtió después de la pandemia en un reducto de cocinas exóticas con ambiciones: en apenas tres decenas de metros, cohabitan el chino Soy Kitchen (en el número 59), el japonés Izariya (en el 63) y el estrellado colombiano Quimbayá (también en el 63). Como no hay tres sin cuatro, en diciembre de 2021 se sumó a la nómina el inclasificable Nodrama (en el 67), exótico a su manera pero que no atiende a ningún tipo de etiqueta.

Quizá nos encontramos ante una de las propuestas más peculiares de Madrid, por varios motivos. En primer lugar, obviamente, su máximo responsable, el cosmopolita cocinero de origen chileno Pablo Fernández, que pasó largas temporadas en el norte de Italia y Londres antes de decidirse a abrir en Madrid, aunque su sueño hubiera sido abrir en la capital británica. Él ha sido quien ha decidido el curioso nombre, «porque en mi vida ya ha habido suficientes dramas» y porque se trata de hacer «una cocina sin dramas«.
Y es él quien, con la ambición reconocida de conseguir una estrella Michelin, ha pergeñado el concepto sobre el que se sustenta Nodrama (que, significativamente, luce el apellido de Concept), consistente en cambiar radicalmente cada tres meses. No físicamente, porque el desenfadado comedor con enormes ventanales que lo inundan de luz natural no cambia, sino en cuanto a la propuesta gastronómica que sustenta sus efímeros menús degustación temáticos. Así, en el mes de marzo (y disponible hasta finales de mayo) ha estrenado la que ya es su quinta reencarnación, dedicada a la cocina nikkei. Antes, fueron protagonistas la cocina británica, la caza, las verduras y los pescados y la trufa.

Una fórmula rompedora, y hasta cierto punto provocativa, que plantea ciertos reparos, porque al estar disponibles apenas durante tres meses, los menús, que al fin y al cabo son algo vivo que va evolucionando y cambiando según las circunstancias, siempre están en rodaje y la cocina no les puede dedicar la suficiente atención porque tiene que desarrollar el siguiente. Fernández es consciente de ello y está dándole vueltas a la idea de alargarlos en el tiempo… entre otras cosas, porque descolocan un tanto a los inspectores de la Guía Roja.
El actual menú nikkei (esa fusión peruano-japonesa que surgió en el país andino a principios del siglo XX fruto de la masiva inmigración nipona y que en las últimas décadas se ha hecho popular en todo el mundo), que reinterpreta esta cocina desde una perspectiva autoral, consta de doce pases en lo que se toca un poco de todo: nigiris, sushi rolls, tiradito, platos calientes y postres. Desde ya, hay que dejar claro que el picante brilla por su ausencia en todos los platos.

El primer snack confirma, si todavía no lo teníamos claro, el punto iconoclasta de Fernández: un buñuelo agridulce con gamba blanca al que llama takoyaki (en japonés, pulpo asado) aunque no lleve pulpo. Eso sí, bueno, está bueno. Como lo está la tartaleta de tomate con alga nori y tartar de atún. Más sosito el taco de maíz con pez limón y una excesivamente ligera salsa de ají amarillo ahumado.
Tres nigiris. En el de wagyu con mayonesa de trufa negra, la potencia del acompañamiento y el toque ahumado eclipsan un tanto el ya de por sí escaso sabor de la carne más sobrevalorada del mundo. El de carabinero anticuchado con un toque de caviar roza la excelencia y, además, el caviar, cosa que no siempre sucede, tiene toda la razón de ser. Y, para que no falte el toque iconoclasta, termina la secuencia con arroz pintado con tinta de calamar, mayonesa de yuzu, jalapeño y queso gruyere. Una combinación, digamos, extraña.
En los sushi rolls, lo primero que llama la atención es el color oscuro del arroz, que se explica por el uso de azúcar moreno en vez de blanco. Tanto el de bogavante pochado en mantequilla clarificada con holandesa de kimchi, tobiko (huevas de pez volador) y yuzu como el de cangrejo de piel blanda con pepino encurtido, aguacate quemado (que le da un divertido gusto amargo) y mayonesa chilli-garlic funcionan más que bien y se benefician de una materia prima de calidad. Gran binomio, ante el que palidece el tiradito de pez limón con vinagreta de sisho, wasabi y ají limo que, a pesar de lo que prometen sus ingredientes, carece de punch.

Y llegamos al momento estelar del menú, a ese plato que justifica por sí mismo la visita a un restaurante y que el cocinero, adaptándolo a cada menú de alguna forma si se quiere, debería convertir en santo y seña de la casa: el ramen con dumpling de pintada y alga nori. Por supuesto, un ramen al estilo de Fernández, o sea, un ramen sin ramen. Lo que sí lleva es un caldo ibérico de hueso y jamón tuneado durante 18 horas con pata de gallina, kombu y morro de vaca que rebosa sabor y untuosidad y, literalmente, pega los labios a cada sorbo. La mezcla con el también potente dumpling provoca una explosión en la boca que, como las pilas del anuncio, dura y dura.
Cualquier plato lo tendría difícil después del ramen, y la carrillera de ternera a baja temperatura con curry verde (con base de yuzu, cilantro y aceite de perejil y cilantro) y arroz chaufa con brócoli con la que se cierra la parte salada no es una excepción. Si sale airosa es, fundamentalmente, por su punto, pura mantequilla.

Limpia y refresca el prepostre, un sorbete de lulo infusionado en sisho, que da paso a un bastante conseguido mochi de chicha morada: textura japonesa y sabor peruano.
El joven sumiller Maikel Pinilla gestiona una divertida carta de vinos que se sale por completo del sota, caballo y rey mainstream, apostando por joyitas de denominaciones de origen españolas poco conocidas y con una curiosa representación de etiquetas internacionales.