Entre los muchos tipos de cocido que hay en España, prácticamente uno por región y todos muy similares entre ellos, quizá el más peculiar sea el maragato, que se prepara en la comarca leonesa de La Maragatería, al noroeste de la península. No porque su elaboración o sus ingredientes difieran sobremanera de los demás, que no es el caso, sino por su forma de tomarlo, a la inversa: primero, las carnes; después, legumbres y verduras, y, finalmente, la sopa.
Y, si hablamos de cocido maragato, inevitablemente hay que hablar del restaurante de Maruja Botas, Casa Maruja, que lleva casi 60 años, desde 1966, siendo epítome indiscutible de esta especialidad. Se ubica en la preciosa localidad de Castrillo de los Polvazares, pueblo de arrieros en pleno Camino de Santiago declarado conjunto histórico artístico de alto valor monumental gracias a sus calles empedradas y sus casas blasonadas de piedra y arcilla en perfecto estado de conservación.
A sus más de 90 años, doña Maruja, que lo fundó junto a su madre, ya no cocina, pero sigue al pie del cañón, recibiendo jovial y hospitalaria, y de punta en blanco, a los visitantes y pasándose de tanto en tanto por las mesas para preguntar si todo está bien o si falta algo. Y para, entre la coquetería y el orgullo, posar con elegancia y distinción para las fotos mientras apunta, pícaramente, lo pesados que somos todos, siempre pidiéndole fotos… Pero aceptando que, bueno, es el precio de la fama.
Antes de entrar en harina, le preguntamos por el origen de la tradición de comer el cocido maragato al revés. Y expone dos teorías. Una más prosaica y más gastronómica: «Así se come más carne y, si tiene que sobrar algo, que sobre la sopa».
Y otra que tiene que ver con la Historia: «Durante las guerras napoleónicas, unos mariscales franceses invasores estaban a punto de comer cuando les llamaron a la batalla. Como no tenían tiempo de tomarlo todo, dijeron que se saltaban la sopa y las verduras y que pasaban directamente a la carne, que daba más energías, y que, si podían, ya tomaban el resto después. A partir de entonces, se empieza con la carne».
Al margen de las que cuenta doña Maruja, hay otra teoría que dice que el orden inverso se debe a que, en sus frecuentes viajes, los arrieros maragatos llevaban en tarteras carne y legumbres que iban comiendo por el camino y, al llegar a las posadas, pedían sopa para rematar.
Probablemente la más atinada de todas sea la primera pero lo cierto es que, como se afirmaba en el mítico western de John Ford «El hombre que mató a Liberty Valance»: «Entre la realidad y la leyenda, imprime siempre la leyenda», así que nos quedaremos con la segunda.
Hecho este inciso, volvamos a Casa Maruja, que ocupa una antigua casa de arrieros, con su patio interior, y cuyo comedor, bastante pequeño, es una oda al horror vacui, con las paredes completamente cubiertas de memorabilia y fotografías de visitantes ilustres: del rey abajo, prácticamente todo el mundo.

El cocido maragato completo se factura a un precio casi de otros tiempos, 25 euros por persona. El cerdo es el gran protagonista del primer vuelco, con chorizo, lacón, tocino, morcilla pata y oreja. Le acompañan la ternera, que aporta morcillo; la gallina, con sus pechugas y, por supuesto, que no falte el relleno, con pan y pimentón.
Para desengrasar, ensalada de tomate con una magnífico AOVE y, aunque no figuran en el menú, no dejen de pedir las piparras XXL encurtidas. Aunque pudiera parecer lo contrario, todo resulta de lo más liviano y la estrella indiscutible es el mejor tocino que he tomado en mucho tiempo.

En el segundo vuelco llama la atención la ausencia de patatas, un ingrediente, por así decirlo, clásico en cualquier cocido. Sólo garbanzos pedrosillanos y repollo. Y pimentón, mucho pimentón, que los arrieros no hubieran sido lo que fueron sin el pimentón extremeño. La legumbre, entera y perfecta de punto. La verdura, ligera y sustanciosa. Sin duda, este segundo vuelco es el rey indiscutible.

¿Se le puede poner algún pero a la muy sabrosa (incluso un puntín demasiado) y muy reconfortante sopa? Sí; por cuestiones logísticas, los fideos no se hacen en el momento sino que llevan un tiempo a remojo y eso provoca que estén demasiado blandos, casi deshechos, sin ese maravilloso punto al dente que cualquier pasta debería tener sí o sí.

El postre viene a ser como beber de esa fuente de la eterna juventud que con tanto ahínco buscaban algunos descubridores españoles, dizque Juan Ponce de León, en América: natillas caseras coronadas con una galleta maría que provocan una inmediata e irreprimible regresión a la infancia. Igual que el café de puchero.
El apartado vinícola no es, precisamente, el punto fuerte de la casa. Un bierzo tirando a batallero que se incluye en el menú junto a gaseosa y agua, y una minicarta con apenas diez referencias entre las cuales resulta incluso difícil decantarse… Pero casi se agradece, porque así se hace más llevadero el imprescindible y digestivo paseo por las calles de Castrillo de los Polvazares antes de emprender, cual arrieros del siglo XXI, camino hacia otros puntos de la geografía española