Más de 2.500 años de historia contemplan a la ciudad de Cartagena, a lo largo de los cuales iberos, tartesos, fenicios, cartagineses, romanos, árabes y cristianos han ido dejando un indeleble legado multicultural en el que la gastronomía, obviamente, ocupa un lugar fundamental. Y este acervo gastronómico, adaptado a los modos y maneras del siglo XXI, es lo que reivindican en su restaurante Magoga la chef María Gómez y el director de sala Adrián de Marcos.
Murciana ella y madrileño él, se conocieron en 2009 en la Escuela de Hostelería AIALA de Karlos Arguiñano, donde ambos se formaban como cocineros. Después de pasar por alguna de las grandes casas de España, caso de Arzak, Zuberoa o elBulli, y ya convertidos en pareja, en 2014 decidieron que había llegado el momento de poner en marcha un proyecto propio.
Nacía así Magoga, una casa de comidas especializada en pinchos, tapas y menú del día, que poco a poco fue evolucionando hasta convertirse en el reconocido restaurante gastronómico que es, a día de hoy, el único de Cartagena distinguido con una estrella Michelin.
Situado en pleno centro de la localidad, cerca de la antigua muralla, Magoga es un acogedor bistró, recientemente reformado, con capacidad para apenas diez mesas redondas, hechas de resina y con tonos cobrizos que evocan las minas de La Unión, sin manteles y bien espaciadas entre sí, y en el que llaman la atención una especie de jardín vertical de cañas y un enorme mural en blanco y negro que representa un banco de dentones, esos espáridos tan comunes en el Mediterráneo. Por cierto, el curioso nombre tiene una explicación sencilla: no es sino un acrónimo del nombre completo de la cocinera, MAría GÓmez GArcía.
Aunque lo mejor para apreciar en toda su extensión la propuesta del restaurante es el menú degustación (120 euros), también existe la posibilidad de pedir a la carta, cosa que es de agradecer en estos tiempos de semidictaduras cocineriles.
Un menú degustación que arranca con una excelente batería de snacks que son toda una declaración de intenciones cartageneras, pues en ellos se funden la costa y el interior, el Mediterráneo, el Mar Menor y el Campo de Cartagena: versión de la clásica marinera, convertida en un canutillo relleno de ensaladilla con una sápida crema de anchoa; sashimi de atún de Gorguel potenciado con gárum casero con los huesos y las vísceras del pescado; royal de raifort con huevas de mújol y crujiente de arroz de Calasparra; caldo de ave con salsa ponzu y cítricos; las típicas flores dulces de novia del Campo de Cartagena convertidas en un plato salado con sobrasada vegetal de garbanzo y bien de pimentón; y, lo menos reseñable, un bombón cítrico que más que un snack parece un petit four.
Como se puede apreciar, y será una constante a lo largo del resto del menú, todo está basado en la tradición y el acervo popular y la mayoría de ingredientes procede de la zona, lo cual no es óbice para que regularmente encontremos guiños, no invasivos sino mejorantes, a sabores, productos y técnicas foráneos.
Magníficas las quisquillas de Cartagena marinadas 10 minutos en sal con gel de sus carcasas y néctar de sus cabezas y a las que se añaden unas gotas de aceite de girasol con hoja de higuera, que aporta un punto amargo que contrasta con el dulzor y la salinidad del marisco.

El siguiente pase tiene un punto incuestionablemente afrancesado y es francamente gustoso: colmenillas a la crema con manzanilla pasada, foie, cebolla, algas y anguila ahumada, con un toque especial (sesos de cordero) que le da una notable delicadeza. Las colmenillas son frescas, no liofilizadas, y, según cuenta Adrián a 7 Caníbales, se debe a que en Murcia las setas de primavera no han brotado hasta que ha empezado a llover a mediados de junio. Luego habrá quién diga que no hay cambio climático…
El chawanmushi (esa suerte de flan-natilla nipona) es el formato elegido para presentar el bonito de La Azohía en dados con caldo dashi, uvas de mar, sandía encurtida y flor de ajo. Con este plato de evidentes reminiscencias japonesas se cierra el apartado de entrantes y, a modo de trou normand a la cartagenera, llega a la mesa un brioche de leche cruda de oveja con mantequilla de Fuenteovejuna y aceite de hojiblanca de Yecla para romper. Hace falta mucha fuerza de voluntad para no terminarlo, más que nada porque queda mucha faena por delante.
Vencida, con mucho esfuerzo, la tentación, comparece una propuesta que denota que María estuvo una temporada en Suecia, un gallo pedro en mantequilla clarificada con meuniére de suero de oveja, navajas, caviar y flor de borraja. Perfecto de cocción el pescado y con unos agradables toques salinos y ácidos, resulta algo pesado por culpa de esos lácteos que tanto predicamento tienen entre los nórdicos. Mucho más ligero el rape con salsa de chirivía, miso con garbanzos, caldo de setas y aceite de tomillo limonero.
La ostra con jugo de cordero, encurtidos, caviar cítrico, algas y halófilas marca una inteligente transición entre el mar y la montaña, porque cierra el primer apartado y abre el segundo, en el que el protagonista será ese mismo cordero de Calblanque, criado a la orilla del mar y que es un primo del cordero presalé de Bretaña… Sólo que en Murcia hay menos marketing que en Francia. Asado en su propio jugo, es pura mantequilla, aunque acaba algo eclipsado por el buñuelo de manitas con salsa de manitas y chipotle que lo acompaña y es una memorable y colaginosa golosina.
Para terminar la parte salada, como es norma en el Levante, no puede faltar un arroz, y aquí ha de ser, sí o sí, bomba de Calasparra, elaborado con un untuoso caldo de setas y ternera. Sólo un pero, desde el más absoluto gochismo: la ración se queda un tanto escasa.

Antes de pasar al dulce, un carro de quesos con más de 40 referencias de España, Francia, Italia, Reino, Alemania, Bélgica o Estados Unidos. Una selección para la que, en su momento, Adrián recurrió al asesoramiento de Abel Valverde, cuya propuesta quesera en el añorado Santceloni (y que ahora mantiene en Desde 1911) alcanzó la categoría de leyenda.
La tarta de limón y merengue con crema de mantequilla y cítricos, almendra marcona y miel no pretende ser una versión del clásico paparajote, pero sí que lo evoca de alguna manera, sobre todo por el limón. Etérea, la acidez es su principal característica. Y la algarroba con regaliz y frutos rojos remite a los tiempos precolombinos y al mundo de la repostería árabe.
Mención especial hay que hacer a otros tres aspectos del restaurante. El servicio, joven, bien preparado y muy implicado en el proyecto, que derrocha cercanía y saber estar. La excelente carta de vinos, con 750 referencias, la mitad españolas y la mitad, internacionales. Y el servicio del café, toda una experiencia que es mejor no destripar: un espectáculo en toda regla.
A punto de cumplir diez años, Magoga vive el que, probablemente, sea el momento más dulce de su trayectoria y sus propietarios ya se plantean incluso un posible cambio de escenario en un futuro no muy lejano. Mientras, María y Adrián acaban de abrir una taberna, Mi Mar, dedicada a la cocina tradicional murciana, que funciona como un tiro, y van a asesorar la cuestión gastronómica del vecino Hotel Alfonso XIII, el más importante de Cartagena.