Inmersos en la vorágine y el tráfago cotidianos, devorados por la actualidad, siempre pendientes de estar a la última y permanentemente a la búsqueda de novedades y descubrimientos, quienes, de alguna manera o de otra, nos dedicamos a esto de las cosas del comer descuidamos, por no decir olvidamos, sitios que valen mucho la pena pero que se mantienen ajenos a las modas y los oropeles. Ocurre un poco como con esos amigos de toda la vida, para los que nunca encontramos tiempo… pero que sabemos que están ahí y que cuando les necesitemos no nos fallarán. El de Lúa es un ejemplo más que evidente.
Sustentado en unos pilares tan básicos (y tristemente cada vez tan menos habituales en la hostelería madrileña) como la solidez, el sentido común y la fiabilidad, el restaurante de Manuel Domínguez alcanza este 2023 la mayoría de edad. Lo hace en plena forma, fiel a los postulados que lo acompañan desde su apertura, allá por 2005 en el local primigenio de Zurbano, del que se mudó al actual en 2012, y «sin perder la identidad, que es lo bonito», como reconoce el cocineronatural de Carballiño, en la provincia de Ourense.

¿Cuáles son esos postulados? Pues reivindicar la tradición, la esencia y el producto gallegos desde una perspectivacontemporánea, utilizando las técnicas de vanguardia lo justo y necesario y añadiendo ligeros toques de aquí y de allá siempre que sirvan para enriquecer las propuestas. Unas propuestas elaboradas mayoritariamente con materia prima procedente del noroeste peninsular (más o menos, el 80 por ciento) y en la que el mar juega un papel fundamental, con género traído diariamente de la lonja de O’Grove.
Para quienes no habíamos visitado Lúa desde 2019, antes de la llegada a nuestras vidas del maldito coronavirus, lo primero que llama la atención al traspasar el umbral del enorme local de decoración neo rústica, con vigas de madera, ladrillo visto, arte contemporáneo en la paredes y enormes ventanales al paseo de Eduardo Dato, que inundan el comedor de luz natural a mediodía, es que ya no está la barra donde antaño se podía hacer un tapeo ilustrado. Fue una decisión que tomó Domínguez cuando los expertos vieron la luz y decidieron que en bares y restaurantes el covid se contagiaba sólo si estábamos de pie…

Afortunadamente, el hecho de que ahora únicamente se pueda comer en mesa no ha quebrantado el espíritu tabernerodel chef, heredado de sus abuelos y compartido con una prima de sus padres junto a la que recorría las ferias gallegas preparando un pulpo á feira que aquí es una de las estrellas, tanto que nos podemos atrever a decir que es el mejor que se puede tomar en Madrid. Las croquetas de jamón, los callos con garbanzos, el salpicón de bogavante, cigalas, carabineros y langostinos o esa caldereta de pescado y marisco que tanto recuerda a una bullabesa también siguen esa línea tabernera.
Desde el año 2015, Lúa luce una estrella Michelin que, casualidades del destino o cuestión de meigas -con gallegos de por medio no es asunto baladí-, le fue concedida en una ceremonia celebrada precisamente en Santiago de Compostela. Además de la carta, cuenta con un menú degustación al más que ajustado precio de 86 euros por persona. Arranca con tres aperitivos: un delicado crujiente de tinta de calamar con crema de queso, anchoas y anguila ahumada; un agripicante y ácido salmón glaseado con mahonesa de col y lima, que activa todas las papilas gustativas,y un más que reconfortante capuchino de lentejas con espuma de boletus y cacao.

Como entrantes, primero un foie-gras micuit sobre empanada de pera, queso San Simón caramelizado, mango y papaya, un plato que juega a los contrastes de texturas y sabores. Y, luego, la crema de ají de gallina con zamburiñas y camarones fritos (que llegan en un cucurucho y se añaden a última hora para que no se ablanden) confirma lo que decíamos antes, que si hay que añadir algún toque cosmopolita para ensalzar lo gallego, se añade, y, en este caso, funciona de maravilla.
Como pescado, el bacalao con piel de pan romescu y salsa de callos podría tener más punch si se le agregara algo de picante y las lascas del gádido estuvieran algo más enteras. Me pareció la única concesión a la comercialidad de toda la propuesta. Todo lo contrario que el cierre a lo grande con pichón de Mont Royal con puré de batata, con la pechuga a baja temperatura y alita y zancos (o sea, las patas) guisados con salsa de oloroso e higadillos. De repetir y de mojar pan, que puede ser de semillas, de maíz o blanco.

En el apartado dulce, fresco y ligero el primer postre, piña y coco, y un homenaje en toda regla al apóstol con la tarta líquida de Santiago, que no es sino una golosa e impecable versión del coulant de Michel Bras, relleno con crema de almendras.
De la sala y la bodega se ocupa, desde hace ya muchos años, María Morales, cómplice imprescindible de las aventuras de Domínguez. Es ella quien recomienda el vino de la casa, A Tiro Fijo, elaborado para el restaurante desde 2010 por la bodega de Ribeiro Coto de Gomariz. Tanto el blanco (que es el que más nos gusta, entre otras cosas, porque combina mejor con la oferta sólida) como el tinto, elaborados con amplios coupages de variedades autóctonas. Y, como novedad, La Huella de Leo, una selección anual de una barrica de la que se embotellan 300 mágnums y que en su versión blanca no tiene nada que envidiarle a un Loira.
Reza el dicho popular que cuando uno se cruza con un gallego, nunca se sabe si sube o baja. En el caso de Manuel Domínguez se rompe el tópico: siempre sube.