Jesús Pobre es una pedanía de Denia situada a unos diez kilómetros del centro del municipio alicantino, en pleno Parque Natural del Montgó y más o menos a medio camino, por el interior, hacia Jávea. Hasta hace bien poco, las decenas de miles de turistas que cada año visitan la localidad, prácticamente desconocían la existencia de esta aldea de menos de 900 habitantes.
Comparado con las poblaciones costeras circundantes, Jesús Pobre es un remanso de sosiego, paz y quietud… Excepto los domingos, cuando miles de personas acuden a la llamada del riurau del Senyoret, un mercado gastronómico en el que productores, agricultores, labradores y artesanos venden sus productos gastronómicos directamente al público, sin intermediarios de ningún tipo.
Una filosofía de Kilómetro Cero llevada a su máxima expresión que gira alrededor de frutas y verduras de temporada, panes de todo tipo, cocas, vinos de la zona, quesos y embutidos, guindillas bien picantes, tartas y pasteles, patés, mermeladas, harinas, mieles, aceite o cervezas artesanas que no sólo se pueden comprar sino también degustar in situ.

¿Y qué es un riurau?
Pues una construcción muy habitual en la zona durante la segunda mitad del siglo XIX, utilizada para proteger las pasas, uno de los pilares de la economía de la zona en la época, de la lluvia y de la humedad y que también servía para guardar las herramientas de trabajo agrícola.
El de Jesús Pobre es uno de los más importantes de los 12 que conforman la ruta de los riuraus de la Marina Alta, que se puso en marcha en el año 2013. Está formado por diez arcos carpaneles de doble cara y construido con piedra, ladrillo y arcilla.
Era de uso industrial y allí se practicaba la escaldá, proceso milenario de origen romano para transformar la uva en pasa y que, atención quienes estén por la zona, se recrea en vivo y en directo el último domingo de agosto.
La Tasca, querencia italiana
El riurau es el principal, pero no el único aliciente gastronómico para visitar Jesús Pobre. Desde 2013, lleva en funcionamiento, con notable éxito, el restaurante La Tasca, dedicado a la “cocina mediterránea de mercado” con especial querencia por la italiana; no en vano es el proyecto de tres hermanos italomadrileños afincados en Levante: Daniel (gestión), Álex (sala) y Elena Mussa (cocinera).
Ubicada en un encantador espacio, un antiguo establo rehabilitado en el que las estrellas y la luna son el único techo y con vistas a la cara sur del impresionante Montgó, propone una culinaria amable y sin estridencias que podríamos calificar como comfort food de nivel para todos los públicos.
Una cocina casera que tiene que empezar, obligatoriamente, por la gran especialidad de la casa, los ravioli hechos a manos, siguiendo la receta de la madre de la saga. De forma triangular, cada semana elaboran más de 12.000 unidades, que luego se acompañan de diversos rellenos.
Desde los clásicos de ricotta y espinacas hasta los muy populares de gorgonzola con pera, pasando por los que probé yo, con gambas y calamares, salteados en mantequilla y salvia.
Si el sabor a mar es más que notable, la delicadeza y la finura de la masa resultan una locura, que pocas veces he encontrado en la mismísima Italia.
Y un aviso a navegantes: aunque en la mesa dispongan parmesano rallado, ya que la mayoría de españoles lo solicitan, a la pasta con pescado o marisco no se le debe de poner queso. Dicho queda.
Antes de los ravioli, por la mesa sin manteles y con antiguos elepés como bajoplatos (inciso: a mí, que soy más antinavideño que el Grinch, me tocó una selección de villancicos clásicos, el karma nunca perdona), pasó un roastbeef de entrecot de ternera con un ligero toque ahumado de barbacoa y salsa tártara casera como acompañamiento. Refrescante, con mordida y jugoso, perfecto para una noche estival.

Las lentejas Gonzalo, elaboradas con una receta vegetariana y con bien de curry son un homenaje al antiguo propietario del restaurante y remiten, siquiera lejanamente, a uno de los platos señeros del mítico Abraham García en Viridiana (Madrid). Reconfortantes.
Para terminar, se me presentaban dos opciones: elegir una pasta y la salsa que la acompaña tal y como sugiere la carta o probar alguno de los pescados del día cantados fuera de carta por el equipo de sala con nombre y apellido (esto es, diciendo el precio, algo obligatorio pero que no siempre se cumple).
La elección fue una corvina thai a la valenciana, en la que la leche de coco es sustituida por chufa. Bien de punto y picantita pero un pelín excesivamente dulce, lo que a algunos les gustará más de lo que nos gusta a otros.

Para terminar, el tiramisù della nonna, receta tradicional familiar que, en puridad, es cualquier cosa menos un tiramisù: lleva bizcocho y mascarpone, sí, pero en vez de café y cacao, fresas, zumo de naranja y melocotón. ¿Está bueno? Buenísimo… pero no sé si me atrevería a llamarlo tiramisù. Aparte de la comida, una carta de vinos no muy extensa pero apañada, un servicio informal y cercano y unos precios ajustados justifican los llenos diarios, no sólo durante el verano sino a lo largo de todo el año, haya mercado o no.