Bogotá es una ciudad altiplánica, populosa y alargada. Diez millones de habitantes que se extienden a lo largo de una franja estrecha y abigarrada, en la que los desplazamientos son complejos y onerosos y cada historia tiene su espacio. Las cocinas populares tienden a mirar al centro y las otras, las que cuentan, pretenden contar o se ajustan a las fórmulas de moda, se arraciman entre la que antes llamaban zona G y Chapinero. Por eso nunca había pasado el límite de Usaquen y tirado tan al norte para encontrar un restaurante.
Voy camino de Oda, el restaurante en el que se muestra el trabajo de Jeferson García, que ha llegado a ser el profesional del que más se habla en los círculos culinarios de la ciudad. Va a merecer la pena, aunque el camino de ida me obligue a pasar una hora encerrado en un taxi. La vuelta, a horas menos comprometidas, no llega a cuarenta minutos.

Lo mires por donde lo mires, Oda es un restaurante diferente. Instalado en la planta once de un edificio de oficinas, en una zona en parte comercial en parte residencial que le facilitan un buen flujo de clientes, comparte instalaciones con un espacio dedicado al golf. Veo una tienda de artículos del ramo junto a la entrada, nada más salir del ascensor, y me hablan de salas donde lo único real son el jugador, el palo y la pelota. No sabría explicar más; la historia me resulta extraña.
Algunas cosas me predisponen. Una es el espacio que se abre ante la mesa, instalada ante una cristalera que te sitúa sobre los tejados, frente a los cerros orientales. Aire, perspectivas y horizontes por todos lados; nada mal para un comedor urbano. La otra es la ausencia de menú degustación. Me sorprende favorablemente no encontrarlo al repasar la carta y pregunto por él. No lo tienen, me dicen, y me siento reconfortado. Cada día me resulta una carga más pesada en la relación con la cocina de la normalidad. Tiene su razón de ser circunstancias excepcionales, como en ese escaparate de las despensas indígenas del país que es Leo, pero en los demás agradezco que haya medias raciones para poder probar cuatro y un postre.

Otro detalle: el pan llega al principio de la comida y cabe la posibilidad de retenerlo como acompañante. No entiendo los restaurantes que utilizan el pan como un plato más, que llega a la mesa mediada a la comida y se retira antes de presentar la siguiente entrega. Mucho menos cuando se encela en masas madres ácidas, desabridas y mal entendidas.
La comida apunta. Me gusta su plato de calamares. Llegan cortados en tiras, tiernos y sabrosos, envueltos en una salsa ligada a base de leche de coco, wasabi blanco, miso, tamarindo y láminas de coco. El resultado funciona; grato y cercano, con el coco y el miso integrados en los sabores del plato, siempre dominados por el calamar. Por encima hay unas horas de lechuga selanova que ocultan el plato y no aportan sabor, como sucede con las sucesivas variedades de lechuga que nos descubren con cada quinquenio. Hay en esto una especie de déjà vu que me lleva a platos de hace dos años de El Chato -no era su mejor momento- y otros que me han servido en el Humo Negro de Jaime Torregrosa. ¿Por qué ocultar al protagonista del plato? Sin eso, sería un plato redondo.
Leo que Jeferson es un trotamundos de la cocina -Tailandia, Dinamarca, Perú, Uruguay, Argentina…- felizmente vuelto a casa. En algunos casos, trabajó a las órdenes de cocineros de renombre, de los encumbrados en guías o listas, aunque no veo en sus platos referencias que me los recuerden. Un punto a su favor; está concretando su propia línea de trabajo.

La rosa de champiñón -en la carta le llama París- es el más logrado de los que pruebo. Ha laminado los champiñones, componiendo una suerte de flor que descansa sobre una crema concretada con queso costeño y nuez de nogal, y se completa con un jugo concentrado de cebolla. Me gustaría encontrar cualquier variedad de hongo silvestre en lugar del champiñón, pero la cocina de esta ciudad se empeña en vivir de espaldas a la realidad de un país repleto de hongos silvestres, que son despreciados por sus cocineros. Es como si no les mereciera la pena aprender a conocerlos.
Tiene mérito el plato de pulmón de res (bofe), más por lo que significa que por como lo entiende. Sorprende y en alguna medida emociona encontrarlo y más todavía verlo abriendo la carta. Para los amigos de los interiores, el pulmón es una referencia más, ni peor ni mejor, aunque tiene una textura complicada para el no iniciado. Jeferson ha decidido soslayar esta parte dándole un doble tratamiento. Parece cocido primero y frito después hasta dejarlo crujiente. Lo acompaña con una salsa emulsionada que contiene wasabi, cebolla, pequeños dados de pitahaya y rábanos. Una cobertura de kale crujiente remata el plato y unas hojas de albahaca morada aportan fragancia. En ese trayecto, consigue una textura asimilable por el neófito a costa de sacrificar el sabor.

El del chipirón con crujiente de hierbas de páramo y una crema a base de chontaduro, nabo y rocoto, es un plato fallido, por la cocción del chipirón, que acaba tieso, y la falta de carácter de la crema que lo condimenta. Necesita una profunda revisión
Veo a Jeferson como una buena noticia, más que como la joya culinaria que busca esta ciudad. Puede llegar a ser el cocinero que sirva de revulsivo para impulsar el siguiente salto adelante, aunque por ahora me parece una promesa, lo que de por sí es una buena noticia. Tal vez la novedad más interesante de las que he conocido en los últimos años en Bogotá, aunque todavía no ha llegado. Está empezando el camino y lo que suceda a partir de ahora va a depender de como encare y asimile el desmadre mediático que lo empieza a rodear, y de lo que eso afecte a la progresión de su cocina. También pesará su capacidad para mantener la cabeza fría. Con menos reseñas de prensa de las que tiene Jeferson y la mitad de su trayectoria, otros cocineros han diluido su trabajo multiplicando su presencia en varios espacios y han acabado en el espacio gris de las cocinas sin alma.