Cuando la chef Ana Dolores emprendió el proyecto de Esquina Común junto a su madre y su pareja, Carlos Pérez-Puelles, su expectativa era tener algo parecido a un paladar cubano, cocinar para quien quisiera probar y, con la pandemia todavía asomando, sobrevivir: “era el empleo mío, de mi mamá, de mi novio que no es cocinero pero le gusta y de otro compa”, cuenta Dolores, “la idea era que el espacio fuera una casa de arte entre semana y que nosotros cocináramos los fines”, agrega.
Pero la vida tenía otros planes para este proyecto.
El boca en boca, y quienes conocían el trabajo de Ana en Expendio de Maíz, dieron a conocer el lugar con entusiasmo. Cuando el New York Times publicó una halagadora reseña el pequeño restaurante clandestino, acondicionado en un departamento de la Roma, era ya un secreto a voces.

“Todo explotó, cada vez empezó a venir más gente”, dice Ana. “Se empezó a correr la voz de que teníamos un restaurante en un departamento y pues el dueño no nos corrió, pero si nos triplicó la renta”, recuerda.
Aunque el proyecto tuvo que cambiar de locación al barrio colindante de la Condesa, Ana y sus cómplices consideraron que habían encontrado un modelo que les funcionaba para crecer y un riesgo financiero que estaban dispuestos a correr. “Encontramos una terraza. Yo al principio pensé que esto no iba a jalar, porque el lugar estaba todo pelón y pues teníamos que comprar todo, además necesitábamos a una persona más en la sala y en la cocina. Invertí mis ahorros, los de mi novio y los de Esquina. El día que abrimos teníamos 400 pesos en la cuenta compartida y pues esperábamos que funcionara”.

Y funcionó. Quizá por su discreción, quizá por el favor de los turistas y nómadas digitales, que abundan en la zona y tienen bolsillos más holgados y también porque Ana ha encontrado un punto de madurez en su cocina.
Desde entonces, Esquina Común conserva los códigos de sus primeros días: abre solo los fines de semana, sigue ‘escondido’ -si no de las redes y del ojo público, sí de los transeúntes-, discreto tras las cortinas de terciopelo de un café, a la sombra de los árboles de una terraza en la azotea de un edificio que distrae por un momento del ajetreo ciudadano, y equipado para recibir a menos de treinta comensales.
Ana y su pareja siguen al frente de todo: ella de la cocina y el de la sala; “él se encarga de la decoración y de los vinos, no porque sea sommelier, sino porque le gusta”. Así que aunque no hay mucho, hay suficiente para comer rico y beber bien.
“Quizá lo que ha cambiado es que ahora puedo cocinar con mejores ingredientes”, admite Ana, quien diseña un menú cada dos meses, echando mano de lo que está disponible cada temporada y de lo que ha aprendido en su paso por otras cocinas de Perú y de México.

“En Perú aprendí de los chiles que sacan el sabor pero que no pican. Nunca me ha gustado que mi cocina sea muy picante, me gusta enchilarme pero eso es otra cosa”, dice Ana, un factor que ha sumado y que ha permitido que su cocina apele a un paladar globalizado. “También creo que aunque tuve una etapa con el maíz, de estudiarlo y clavarme y llevarlo como mi estandarte, hoy ya no es así. Me gusta tener algo de calidad, pero no tengo un espacio para nixtamalizar”, añade.
La carta también se mantiene breve con ejemplares de lo que Dolores y su equipo saben hacer bien: platos con maíz -un elemento que esta chef domina tras sus años en Expendio de Maíz-, como un sope con una generosa porción de short rib estofado con el sabor de una cochinita pibli y papitas arrugadas, un cebiche de esmedregal con los aires peruanos de una leche de tigre que se antoja sopear con la cuchara, y platos reconfortantes como un mole o un pollo frito, troceado cuidadosamente y marinado en cúrcuma, yogur y especias arroz al vapor y ejote salteado.
Hay solo siete platos en la carta, que cambian cada dos meses o que pueden variar de acuerdo a lo que Ana encuentra con sus proveedores. Como una sopa de tomate que nació para hacer lucir los mejores ejemplares que están disponibles esta temporada. “Lo que más me hace feliz es que podemos permitirnos mejores ingredientes. Como cocinero sabes que el ingrediente te da la base, que no hace todo por ti, pero que si es bueno puedes lograr sabores muy chingones”.

En esta etapa también se asoman algunas colaboraciones, como un helado cremoso y fino de violetas de la heladería Joe Gelato, que acompaña una crema de toronjil para un postre que abrocha la comida con un cierre ligero.
“Es algo muy casero”, dice Ana sobre la propuesta de Esquina Común, porque engloba el espacio en el que trabaja -acondicionado, sí, pero también con las limitaciones de un espacio residencial-, y porque lo opera en familia. Aunque su cocina tiene otras dimensiones, mucho más aventurera y estetizada, sin rayar en los límites del preciosismo del fine dining.
“Sí me he dejado ir un poco. Porque he pensando en por qué me tengo que estar encasillando. Solo quiero que lo sirva esté bueno”, dice Ana, dejando de lado cualquier definición pomposa. Una máxima que suena poca ambiciosa pero que deja de lado la pretensión de la que muchos lugares se valen en la zona.