Diez años de La Caperucita y el Lobo

Leonardo de la Iglesia y Carolina Gatica son dos nombres reconocidos en el panorama gastronómico chileno y su restaurante, La Caperucita y el Lobo es desde hace unos años, uno de los mejores lugares para comer en Valparaíso.

Pamela Villagra

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Uno siempre vuelve a los lugares en los que el recuerdo de un plato permanece indeleble, a esos comedores con vocación de disfrute donde no solo la comida es confortable. También lo son el servicio, la sonrisa, la luz natural, la música ambiente, un vino que sorprende… Así es La Caperucita y el Lobo, un restaurante al que siempre quieres volver.

 

Hace 10 años que Carolina Gatica y Leonardo de La Iglesia empezaron el cuento culinario de sus vidas. El escenario, una casona de 60 años de estilo californiano y amplia terraza que mira al mar, propiedad de la abuela de Carolina; un espacio que enmarca la esencia histórica y cultural de Valparaíso, una ciudad clave en el turismo y la gastronomía de Chile.

Leo de la Iglesia y Carolina Gatica cumplen sus primeros diez años al frente de La Caperucita y el Lobo.
Leo de la Iglesia y Carolina Gatica cumplen sus primeros diez años al frente de La Caperucita y el Lobo.

El restaurante, abierto el año 2013 en calle Ferrari, a los pies del cerro Florida, ha sabido sobreponerse a terremotos, crisis económicas, manifestaciones, estallido social y pandemia y hoy exhibe su mejor momento gracias a la madurez y carisma de su equipo y a un menú firme con destellos de brillantez y sin apenas errores perceptibles. Es un lugar que siempre ha mirado de frente a los clientes locales, que seduce a los extranjeros y cuya simpleza ejecutada con precisión, les ha llevado a mantenerse en lo alto de la gastronomía nacional.

 

Referencia en Valparaíso

 

Es uno de los establecimientos más interesantes de Valparaíso, no solo por su traslación del concepto de la bistronomie a la bohemia porteña, sino por su contundente y golosa forma de entender una cocina esencialista y moderna, sin desvincularse de los productos de temporada. Ese modo de trabajo les ha permitido complacer a una clientela heterogénea de extranjeros y parroquianos fieles que no perdonan la visita cada vez que pasan por el puerto de Valparaíso.

Uno de s tres comedores está en la terraza. Foto, Estudio Bonzai.
Uno de los tres comedores está en la terraza. Foto, Estudio Bonzai.

El restaurante se divide en tres espacios: una terraza con vista al mar y dos comedores en la primera y segunda planta de la casa patrimonial porteña, con capacidad para sesenta personas. La carta es breve -trece platos entre entrantes y fondos y cuatro postres- y dibuja una propuesta dinámica que evoluciona según la estacionalidad. Se nutre de huerteros del valle de Casablanca, de conchas de la caleta Portales, de verduras de El Cardonal, la plaza de mercado más popular de Valparaíso, de pejerreyes de Rapel y otros productos locales como azafrán cultivado en Casablanca.

 

Llegado al décimo año, han conseguido mejoras ostensibles en la bodega, que ahora permite escoger vinos de cierto nivel como Mako, sauvignon blanc de Maurizio Garibaldi, Big Fish, otro sauvignon blanc de Tinta Tinto, o Ceniciento, un robusto y afrutado cabernet sauvignon del Maule.

 

Cocina de mercado

 

La sala está dirigida de forma cercana por Carolina Gatica, copropietaria del restaurante, quien junto a Luna Barahona, jefa de servicio, crean una atmósfera playera muy chilena que mezcla encanto, relajo y cordialidad. El resultado es un restaurante para pasarlo bien y ser feliz con una cocina de producto local e influencia mediterránea, fácilmente reconocible, sin estridencias, libre, bien hecha y pensada para repetir la visita.

 

Las entradas llegan al centro de mesa para compartir. Parto con unas ostras fresquísimas, abre boca fresco y salino, y unos ostiones (vieiras) confitados y servidos sobre espuma de parmesano. Es un clásico de la casa que le da la vuelta a la extendida y cuestionable tradición chilena de gratinar los mariscos con queso y esconder sus sabores. En esta versión, se agradece que respeten al ostión sin invadirlo. Para acabar de componer un plato sencillo y sabroso agregan migas de mantequilla quemada y tocino frito.

Pejerreyes escabechados. Foto, Pamela Villagra.
Pejerreyes escabechados. Foto, Pamela Villagra.

Gocé con los pejerreyes, que vienen en suave escabeche, servidos sobre una divertida ensaladilla de jaiba (Callinectes sapidus). Parte de algo tan previsible como una ensaladilla, para construir un plato con personalidad de la mano del dulzor de la jaiba, el acético del rabanito encurtido y un sutil gel de limón.

 

Encuentro momentos brillantes en esta carta. El primero, en el barquillo de pimentón (pimiento rojo) relleno de alcachofa, coliflor y nueces, servido sobre un ajo blanco sedoso y bien ligado, coronado con una chalaca de alcachofa. Delicado, elegante y lleno de matices, es uno de esos platos que marcan una comida. Los sabores afloran por capas y proponen un juego de contrastes entre dulce, ácido y salado que viniendo de vegetales tan comunes resulta inteligente y estimulante.

Carne mechada con yema trufada. La Caperucita y el Lobo. Foto, Pamela Villagra.
Carne mechada con yema trufada. Foto, Pamela Villagra.

El segundo punto alto llega en forma de merluza austral. Ha sido curada en sal, eliminando así una parte del agua que contiene la carne, y luego ahumada con madera de eucalipto, para terminar siendo cocinada en aceite de ajo. Llega a la mesa con un curry de choclo y aire de hinojo. El punto de cocción resulta exquisito, suave y entero al mismo tiempo. La piel crujiente exhibe el toque ahumado del eucalipto que redondea el bocado junto al suculento especiado y dulce del curry.

 

Hay mucho más en la carta, como los vibrantes choros (mejillones) salteados en crema de hinojo o la carne mechada con espuma de papa trufada, cebolla crispy, miga de ajo y yema de huevo que toca balancear por cierto exceso de sal. Termino con un banoffee pie, postre de origen británico elaborado a base de plátanos, que en La Caperucita y el Lobo sirven con espuma de manjar y nueces garrapiñadas. Algo empalagoso.

 

Libres de ataduras

 

La cocina es sabrosa y sin tantos fuegos artificiales. Después de 10 años, Carolina y Leo han resuelto con solvencia las ataduras que le impiden a tantos proyectos gastronómicos encontrar su lenguaje propio y viabilidad financiera. Hoy se divierten con lo que hacen, al tiempo que practican una cocina con menos ataduras y más responsabilidades, empezando por el compromiso con sus equipos de trabajo y su calidad de vida: abren de jueves a sábado para comidas y cenas, y domingos solo para almuerzos.

Leonardo De la Iglesia dirige loa cocina de La Caperucita y el Lobo. Foto, Estudio Bonzai.
Leonardo De la Iglesia dirige la cocina de La Caperucita y el Lobo. Foto, Estudio Bonzai.

En diez años pueden concretarse momentos decisivos para la trayectoria de un cocinero, para la trascendencia de un restaurante. El día de mi visita, pregunté a Leonardo sobre aquello que define a su cocina.

 

“No tengo ni un puto fundamento. Solo sé cocinar. Esta es mi base: comida bien hecha, muy sabrosa que se inspira en alguna técnica foránea. Con el tiempo vas cambiando, recogiendo influencias de los amigos, de tu equipo de trabajo, de compartir con colegas, de observar el trabajo de otros. Hemos tenido una evolución súper grande, no solo en nuestra forma de concebir los platos, sino en la amplitud de sabores que hemos conseguido incorporar. Hoy, por ejemplo, el cincuenta por ciento de la carta es vegana, y hace diez años era impensado. Somos un restaurante para hacer feliz, sin más”.

 

Es una atractiva vitrina para las cocinas de las regiones, que luchan contra la invisibilidad y la barrera que levanta la centralización santiaguina.

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