Jueves laborable a las 13:00 horas. «Buenos días. ¿Tienen una mesa para almorzar hoy?». «No señor, lo siento, estamos completos». Lo mismo que el viernes, en horario de mañana y cena. «¿Quizá para comer mañana sábado?» «Le puedo dar la opción de las 13:30, pero tendría que dejar libre la mesa a las 15:00 horas». «Adelante».
Ésta es la realidad cotidiana de Dantxari, restaurante que se autodefine como «taberna vasca de siempre», desde que abrió sus puertas, allá por 1997, junto a la Plaza de España madrileña.
Son 27 años de éxito ininterrumpido, ajeno a modas y tendencias, en los que el acto de sentarse ante una de sus mesas, en alguna de esas dos plantas cuya decoración evoca un caserío del norte, es sinónimo de alegría y felicidad.
Al frente del local se mantiene, desde sus inicios, Jesús Medina, quien lo fundó junto a Eduardo Navarrina, uno de los mejores jefes de sala que en Madrid han sido y que se jubiló hace una década. Con la colaboración de los cocineros Luis Bombín y Ángel Alonso, apostaron por una revisión de la cocina vasca tradicional sin caer en la fórmula de asador (con el infame plato refractario) que en aquella época arrasaba en la capital.

A día de hoy, junto a Medina, en sala encontramos a su hermano, Manuel, mientras que de los fogones se ocupa Luis Martín, quien tantos años estuviera en Gaztelupe, primero a las órdenes de Jesús Santos y luego, tras la marcha de éste, como propietario.
La continuidad es una de las claves del éxito de Dantxari y de que se haya producido, con completa naturalidad, ese imprescindible relevo generacional entre el público que garantiza el futuro un restaurante. El día de nuestra visita, contamos no menos de cinco grupos familiares de diez o más personas en los que estaban representadas tres (y en algún caso, hasta cuatro) generaciones.
Dicha persistencia se traduce en propuestas que se han mantenido incólumes al paso del tiempo. Por ejemplo, todas las que tienen ver con el bacalao, santo y seña de la casa, que se trabaja tanto en salado como en fresco. Una vizcaína canónica y un Club Ranero impecable serían el epítome perfecto de esto que acabamos de decir.
Y, por supuesto, las ya míticas y cremosísimas croquetas de bacalao, imprescindibles. (También las hay de jamón, más que correctas, pero son las de bacalao las que trascienden).
Otro clásico que se mantiene en carta desde el primer día es el solomillo al vapor con AOVE, pimienta y miniverduritas. Una receta visionaria y adelantada a su tiempo, finales del siglo XX, que nació cuando aún no estaban en boga las tendencias healthy, por lo que puede decir que ha ganado modernidad con el paso de los años. Sea como fuere, el caso es que, hoy como ayer, es un plato infalible que incluso reconcilia a los más carnívoros con esa pieza a la que no tienen (no tenemos) excesivo apego.

Un punto fuerte de Dantxari son los productos de temporada, fuera de carta y cantados de viva voz por los camareros. En primavera, unos restallantes espárragos tibios de Navarra con muselina de mantequilla y soja y unos montaraces perrechicos de tamaño notable simplemente salteados con cebolleta picada. Un inciso: si van en otoño-invierno, no.

Si para arrancar la comida llega a la mesa una muy gocha chistorra artesana por persona, es en ese preciso momento cuando hay que empezar a pensar en el final de la misma y encargar esa tarta fina de manzana que nació en el siglo XIX en ese incunable de Burdeos que era (y es) Le Chapon Fin (con sus impagables paredes de rocalla) y que se está convirtiendo en una especie en vías de extinción.
Buena bodega, tirando a clásica pero sin resultar viejuna, y detalles a tener siempre en cuenta, como un buen pan y un buen café acompañado por unas reglamentarias tejas.
Salimos del restaurante a las 15:01h, respetando el compromiso adquirido, mientras en la puerta se está formando una importante cola de quienes tienen reserva a esa hora. Y cruzamos los dedos para que el baile de este dantxari no pare nunca…