Daniel García:"Mi maestro siempre ha sido el cliente"

Con 55 años dedicado a la cocina, el creador de Zortziko, el restaurante que marcó una época en Bilbao añora las grandes brigadas del Carlton y la perfección de la culinaria gala. «Me ha gustado actualizar el recetario vasco»

Julián Méndez

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“La cocina es un maratón». Lo dice Daniel García Gómez (Valdefuentes de Sangusín; Salamanca) desde la atalaya de sus 69 años. Hemos pasado la tarde charlando en el comedor de estilo francés de Zortziko («se llama así porque cuando lo abrimos participamos ocho de los nueve hermanos») y he navegado por la caudalosa vida de este hombre entregado a la cocina.

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Daniel García. Restaurante Zortziko. Bilbao.

García es el guardián de los recuerdos de la gastronomía de otro tiempo, de brigadas uniformadas de un centenar de hombres en hoteles de lujo con una sofisticada culinaria. Entonces los cocineros eran seres anónimos, fogoneros de cocinas de hierro y carbón que manejaban los cazos de cobre, las lubineras y las salsas como malabaristas forzados. «Estaba prohibido dejarnos ver por los clientes», recuerda. En el Hotel Carlton, donde entró García de aprendiz con 15 años, el protagonista absoluto era el maître: un navarro enorme, estricto y elegante llamado Aniceto Salegui Elduayen que, según contaba, había sido asistente del comandante nazi del campo de concentración donde fue internado tras la Guerra Civil. Hablaba cinco idiomas y los empleados le llamaban padre.

 

Salegui Elduayen, pelo engominado, frac impoluto, pecherín y pajarita, comía siempre aparte, como un personaje de Downton Abbey en Bilbao. «Probaba a diario todas las salsas y jugos. Aniceto era un gran relaciones públicas, dábamos de comer a ministros, grandes empresarios, navieros… Trabajar allí exigía una labor de equipo descomunal. Hacíamos 50 litros de consomé frío y caliente al día: se pasaban por el serpentín y se clarificaban con clara de huevo; tenía un color de oro y una transparencia colosal», añora.

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Daniel García. Restaurante Zortziko. Bilbao.

Para los empleados, unos 250, había en el Carlton hasta un cocinero familiar en nómina. «En la mesa nos sentábamos a comer según el rango. La cocina de la familia era fundamental, sencilla, casera y muy bien hecha: las tortillas terminaban en dos picos, eran gruesas, jugosas y perfectas. Yo pedí ayudar a Gabino, el cocinero de la familia, cuando acababa mi turno. Cuando le sustituí un día que libraba me sentí el chico más feliz del mundo. Claro que si no superaba esa tarea era muy complicado ascender. Aprendí que la comida tiene importancia se la hagas a un multimillonario o a un obrero. Debe entenderme, entonces tenía 15 años, y me iba por las tardes a ver la fachada del hotel desde la Plaza Elíptica. Todavía sueño con aquella gente», anota. «Aquella cocina en sí era una auténtica escuela, no pertenecía a la ciudad, era la cocina del huésped. Hacíamos una culinaria internacional que, entonces, era la francesa», dice Daniel García, que llegó a Bilbao en 1968 con una maleta donde llevaba «más ilusión que ropa». Vino para trabajar en la cafetería Jai Alai (en Pozas). Cuando Edurne, la cocinera, se casó con el jefe de cocina del Excelsior, García se quedó al cargo: al poco, le entrevistaron para el Carlton donde aprendió el oficio. «Nunca he ido a una escuela de cocina; mi maestro ha sido siempre el cliente».

 

La vida de Daniel García da para reseguir millones de existencias que han armado este país. Nació en un pueblo serrano cercano a Béjar, la tierra del ciclista Laudelino Cubino. «Sus padres tenían un restaurante, el Cubino, donde hacían todo lo del cerdo: manos, morros, lengua, sangre escabechada… Allí disfrutaba. Iba todos los años. Hasta que un día me encontré con un chino. ¡Nooo! Casi me suicido».

 

Panadero en Béjar y un burro sabio
Tercero de nueve hermanos, García ha segado el cereal a hoz y la algarroba a hocino, ha trillado en la era, ha arado los campos, ha sido pastor de las vacas lecheras de la familia y llevó a los cochinos de casa a que se tuparan de bellotas y castañas durante la montanera en Las Cabezuelas, una dehesa comunal. «Allí se trabajaba desde que empiezas a andar. Con seis años fui a la escuela y, a los 14, a la calle. Hacía tanto frío que los críos nos llevábamos el brasero de casa cada día, con las brasas en un calderillo. Pero antes de ir con la maestra a leer El Quijote y el Martín Fierro tocaba hacer los deberes del campo, sacar las vacas y los cerdos, subir a los trojes, al altillo, al granero donde guardábamos peras, manzanas, ciruelas… Colgábamos melones y ensartábamos una vaina de manteca que colgábamos de las vigas. No he vuelto a comer lomos y chorizos como los de la matanza de casa. Fui feliz, iba al campo solo, sin miedo… Fue una vida tragicómica, entre risas y esfuerzos. Sólo echaba de menos los juguetes en Reyes. A mí me traían una naranja; un tesoro… Mi primer trabajo fue de panadero; hacíamos pan y polvorones que luego yo repartía con un burrito sabio por Béjar. Me gustaba sentarme en el canchal de La Peñagua y ver el mar de Castilla; las espigas de cereal meciéndose con el viento. Sólo he vuelto a ver algo parecido en Cantabria, con el mar de fondo», suspira.

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En el patio de cuadrillas de Vista Alegre (centro, 17 años), de novillero. Foto: archivo Daniel García..

Los toros son otro de los pilares de García. «Nací en el campo charro», advierte. «El día que daban corrida por televisión, la gente dejaba de trabajar y nos apiñábamos unos encima de otros en el Bar Florencio. Tuve afición; anduve por tentaderos. Hasta pensé en escaparme de casa, con un amigo. Pero le tenía tanto miedo a mi padre, Salvador, un albañil que recién casado trabajó en Bilbao, Avilés y cortando pinos en Francia, que lo dejé. Él fue mi héroe…» Ya en Bizkaia, García lidió unas cuantas novilladas. «Pero había que trabajar. Mi primer sueldo era de 350 pesetas y pagaba 800 de patrona. Por las tardes me iba por los barrios a hacer socios para la Asociación Procardiacos de Vizcaya para redondear el sueldo. Jamás he olvidado el desamparo y la soledad de aquellas Navidades, solo en Bilbao», dice.

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Ceremonia de recepción de la estrella Michelin a Zortziko en 1991 en el Hotel Palace. Foto: Archivo Daniel García.

Aplica García siempre el lema que ha guiado su conducta: «Cuando me aprietan, yo aprieto. Cuando me aflojan, me aflojo», nos repite. Sirvió de cocinero a un general de División en Valladolid y ahorró las 1.500 pesetas que le daban para comprarle un abrigo de astracán a Marcelina, su madre, a la vuelta. Regresó al Carlton y, en 1974, el clan García abre Kiowa, en Astrabudúa, haciendo frente «a una cocina obrera» de 400 menús diarios. Luego vendría el primer Zortzi de Pozas (1981) hasta inaugurar en Mazarredo. Allí revisitó la cocina vasca (su libro de cabecera, que recibió de Trifón Etxebarria es el Laurak Bat, de Ignacio Domenech, 1935), modernizándola. «He replicado recetas originales, tal cual, como la lengua escarlata, los aspids y las gelatinas. Y removí algunos cimientos al sacar pichones y manitas sin huesos…» José Garzón, gastrónomo discretísimo, fue su maestro en ese nuevo rumbo. Para la historia queda ya su ostra crocante envuelta en espinaca y el rissotto de bacalao y trufas, inspirado en Robuchon, entre otros hitos. «He viajado por medio mundo exponiendo mis platos, la cocina te abre muchas puertas y conoces a personas que serían innaccesibles. Sólo puedo dar las gracias a este oficio».

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