Cuatro historias de cocineros que nos hacen ver que estudiar para chef no lo fue todo, que más vale la improvisación y el ser autodidacta para avanzar y tener una identidad propia. Tres mexicanos y uno peruano que movidos bajo diferentes circunstancias e intereses están forjando una carrera interesante.
Daniel Nates (Maizal, Puebla)
En su cocina no hay fronteras. Desdibujó esa línea política porque en sus cazuelas cabe completa la región de la Mixteca. “Al inicio, Maizal era un proyecto estrictamente poblano. Lo abrí en el año 2013 con Armando Cajero, en un formato de pop-up, y cuando él se va decido hacer algo más personal, romper las barreras, traer ingredientes de Hidalgo, Estado de México, Tlaxcala, Veracruz, Querétaro y Oaxaca. Puebla es mi inspiración, pero abrirme a la región mixteca es expandir mis posibilidades”, comenta Daniel Puebla, cocinero de 30 años.

Llegó a una carrera olímpica sin entrenamiento previo. No tiene un currículum como el de sus compañeros y su curiosidad, que fundamenta una dinámica de prueba y error, lo han llevado a la meta. “Fui a la escuela, hice prácticas y trabajé un periodo de tiempo corto porque abrimos Maizal muy rápido. No trabajé con chefs importantes, no viajé a Europa para estar en lugares con estrella Michelin…”, explica.
Entre las técnicas con las que se identifica señala el mole, una elaboración que marca con su mirada personal, aplicando un proceso de fermentación, la cocción con piedra volcánica y la brasa. Esta última, entendida como un camino natural para extraer sabor, “un proceso delicado de cocción en el que se obtiene la pureza del ingrediente, dejando a un lado la nota ahumada, eso me obsesiona”, destaca.
Hace dos años que los fermentos ocuparon un lugar especial en Maizal. “Antonio, mi gemelo, que es sommelier y jefe de sala del restaurante, tiene mucho que ver en ello. Me platica del vino o del sake y me entran ideas que los dos vamos completando, ya sea en el bar o en el menú”.
Uno de sus sellos es el pulque clarificado, un fermento prehispánico de agave que usualmente es viscoso y exhibe notas lácteas. Él y su hermano lo llevaron a otro nivel por un descuido: “Nos olvidamos de un envase en el refrigerador por nueve meses, resultó un recipiente inflado, con un líquido cristalino que cuando nos atrevimos a probarlo fue un descubrimiento. Nos gustó mucho su textura cremosa. Ese error lo repetimos con técnica y aunque no ha vuelto a quedar como esa primera vez, nos gusta. Hemos agregado levaduras de vinos naturales, frutas y flores, ay hora hacemos añadas de pulque”, cuenta Daniel.
Otro de los pilares de su cocina es la ritualidad, concretada en prácticas ancestrales relacionados a los ciclos agrícolas, como el Ayonanacatl, una ceremonia para agradecer la cosecha. En luna llena, se entierra una chilacayota partida por la mitad en las faldas del volcán Popocatépetl; la calabaza nativa genera un hongo con notas de pescado, de trufa y tierra. “Esto es cocinar con el sol, con la tierra y la luna. Esto es lo que me apasiona, ese misticismo que se conserva. Hacia esta dirección va mi cocina”, concluye.
Israel Loyola (El Parián Atelier, Oaxaca)
Cocina motivado por loa necesidad de mostrar sus orígenes oaxaqueños y sus antecedentes familiares, ya que lleva lla hospitalidad en las venas: su tío abuelo, Jacobo Solano trabajó en el hotel Hilton en Nueva York, y sus papás tenían restaurante en la Heroica Ciudad de Huajuapan de León, una ciudad oaxaqueña conocida por la fiesta de la matanza de chivo, el mole de caderas y el pan.
Su tío abuelo le dejó la vieja escuela afrancesada. Los flameados, largas reducciones de salsas y jugos de carne, o el trabajo con el filet mignon, lo inspiraron para adentrarse en el oficio.

Su enfoque está en la cocina vegetal, base de la cocina tradicional mexicana. Ha estado presente en todos sus proyectos: Jacinto 1930 en San Miguel de Allende, Guanajuato (2018), Sin Nombre en el centro de Oaxaca (2021) y ahora, El Parián Atelier, espacio en el que este año emprende solo y sin socios. “La carne es para los días de fiesta, así como los lácteos, primordiales pero no necesarios”, afirma el cocinero que por el momento también se renta como mesero y lavaloza.
Con los vegetales ha dado forma a su firma a lo largo de seis años: tacos de carnitas de setas con salsa macha de chiles oaxaqueños y cilantro criollo; el uso de la nixtamalización para cristalizar frutos y vegetales -una técnica que genera una corteza dura con un interior suave y cremoso-; la zanahoria como reemplazo del cazón en la minilla veracruzana, o brócoli convertido en el alma de un pipián, una salsa herbal y espesa similar al mole.
En los últimos diez años, Oaxaca ha sido un referente en el peregrinaje gastronómico de nacionales y extranjeros. Para no caer en la obviedad, Israel reformula sus propuestas desde lo vegetal, “sin tocar el alma de sus tradiciones”. En su último emprendimiento, añade técnicas francesas, un modesto homenaje a su tío abuelo, pero también a la bella época del presidente Porfirio Díaz, quien llevó hasta Oaxaca al tren y las costumbres europeas.
“Regresé a lo que me enseñaron en la escuela con un guiño a mi identidad”, señala. Desde este punto de partida, por su carta desfilan la mantequilla avellanada para un huitlacoche braseado, caracoles y macarrones para el mole negro, quesos maduros de Querétaro, el suflé de coliflor con hoja santa…
“Quiero permear en la gente de Oaxaca y en las nuevas generaciones, a las que busco apoyar. En cuanto a lo comunitario, por ahora estoy enfocado en reactivar el molino de trigo de Tlaxiaco, porque es el cereal que uso para mi pan”.
Álvaro Vázquez (Caracol de Mar, Ciudad de México)
Este limeño llegó a México tras enamorarse de una mexicana. Con el tiempo también lo hizo con sus ingredientes y sus procesos. Aunque en Perú cuentan con maíz, tiene otro propósito alimentario. “Aquí sus aplicaciones son infinitas. La nixtamalización da opciones, además, cambia en cada región que visito, y eso me mantiene aquí. Y no solo el maíz, también los quelites y las plantas en general”, detalla Álvaro. “Recuerdo cuando probé la hoja santa, su aroma anisado me impactó, me movió a saber más y quererla en mi alacena”. Hoy trabaja como jefe de cocina de Caracol de Mar, uno de los restaurante de Gabriela Cámara.

Esta conexión con lo herbal no es casualidad. Su abuela Teodora (quien instauró un restaurante de comida corrida dentro de su casa en Lima), originaria de los Andes, siempre tiene en la casa plantas y hierbas propias de la medicina natural. “Con el tiempo he aprendido que hay una parte de las plantas que es amarga y otras que son dulces. Ahí entra la parte del cocinero para integrar esto a la cocina”, comparte Álvaro, quien conecta su paladar peruano con la despensa disponible en México.
Confiado en esa memoria sensorial, arma su repertorio de sabores. “Mi bisabuelo Evaristo recoge el poleo (Mentha pulegium) en la montaña. Mi abuela lo seca y prepara en infusiones y un tipo de atole. El cedrón que encuentro acá también me resulta cercano al huacatay, “la memoria ayuda cuando pienso en recetas, a veces resulta, a veces no”, dice Álvaro entre risas.
Persigue el umami. “Tengo esa parte nikkei y chifa; el umami es importante en mi paladar”, afirma. La gracia en estos años ha estado en integrar elementos japoneses y chinos como dashi, salsa de ostión y miso, que son parte de su personalidad culinaria.
Uno de los platos que reflejan su mestizaje es el ceviche vegetal, con dos tipos de chayote: espinoso y verde. El espinoso lo cuece con pericón, una hierba que comúnmente se utiliza para hervir los elotes. “Esta hierba le da un dulzor especial. Cuando enfría lo trabajo en frío, agrego aguacate y cebolla, además de leche de tigre con chile manzano y dashi kombu. Finalizo con el chayote verde laminado previamente aliñado”, describe.
Armandina Solórzano (Ígnea Cocina Regional, Mexicali)
Antes de entrar en contacto con la cocina, sin querer, a los 13 años de edad, hacía lo que ella llama “servicio al cliente”, vendiendo churritos y dorilocos en los conciertos de Mexicali, en Baja California. “Me gustaba vender papitas con limón porque conocía gente, había cierta plática al momento de vender. En esa época me desvelaba viendo los infomerciales donde salían los cuchillos, las sartenes y ollas”, cuenta la ahora cocinera y cervecera.

Tenía 16 años cuando en su parteaguas fue a visitar un restaurante con su mamá. “El servicio fue pésimo, mamá pregunta que sucedía en la sala y en cuanto le dijeron que era por falta de personal, me ofreció para trabajar de cajera, algo ilegal, pero me aceptaron”. Eso la movió a trabajar en otros lugares y buscarse un lugar en cocinas, hasta que empezó a estudiar gastronomía.
Una de sus experiencias que le dio el ejercicio de su profesión fue trabajar con Robero Alcocer en Malva, en Ensenada, también en Baja California. “Roberto se convirtió en mi maestro y hasta la fecha me siento libre de consultarle mis dudas”. Durante el año que estuvo con él sus actividades no estaban precisamente entre ollas y sartenes. “Fue ordeñar vacas, cosechar lo del día del huerto, trabajar de camarera, elaborar queso, pan y un poco de vino. El concepto de farm to table cambió mi forma de ver la cocina. Tener la constante de la leña encendida y el acceso al saber sobre hierbas de la región, es algo que sigo haciendo; me gusta salir a caminar y buscarlas”.
A la par de la gastronomía, se metió al mundo de la cerveza artesanal. Baja California es un estado fuerte en el movimiento de bebidas lupulosas inspiradas en el West Coast cervecero. Dos cervecerías le abrieron la puerta para aprender y terminar formulando sus propias cheves: Musa y Urbana. Con estas herramientas tuvo el ímpetu para pedir una estancia de prácticas de dos meses en Alcalde (Guadalajara). “Una cocina con mucha intensidad, pero impersonal. Para el chef siempre fui Mexicali, supe que nunca tendría un lugar y al finalizar no dudé en regresar y emprender”, recuerda Armandina.
Su proyecto comenzó con un posteo en Facebook pidiendo a sus amigos platos, vasos y cubiertos que no usaran. Encuentra un local, y ella misma trabaja las mesas junto al carpintero. “Con cinco mil pesos abrí Ígnea. Entendí que si quería hacer algo diferente estaba no solo en los productos, sino también en los maridajes, así que suplí el vino por cerveza”, cuenta.
Además de los maridajes, su diferencia está en que Angus, como le dicen sus amigos, es que una vez a la semana sale a pescar, “tomo lo que me dé el mar. Yo rento un bote y me voy desde temprano. Además de lo frutos del mar, la carne es otro de sus fuertes. Ya tenemos wagyu en Mexicali y la aprovecho, no tengo que ir a otro estado para tener acceso a buen ganado”, finaliza la cocinera que atiende en Ígnea, una casa que adaptó como restaurante para no más de 10 comensales.