La cocina coreana se abre a la ciudad con propuestas de sabor tradicional y mirada contemporánea.
Sabores picantes, ácidos y fermentados. Sopas hirvientes y sopas heladas, nombres incomprensibles, horarios absurdos y barrios periféricos. A primera vista, parecería imposible que la gastronomía coreana triunfe en la Argentina, ubicándose en las antípodas del ADN nacional, de esos bifes jugosos, de los tallarines domingueros y de las pizzas de queso chorreante. Y aún así, contra vientos y mareas, hoy la escena coreana es de las mejores cosas que suceden en la ciudad de Buenos Aires, sacando a los comensales de su zona de confort. Desde cocinas de la colectividad escondidas en casas anónimas a flamantes restaurantes en polos gastronómicos, pasando por fast foodde pollo frito o kimchis que llegan a las hamburgueserías de moda.
Un poco de historia
Los primeros inmigrantes de la colectividad coreana llegaron a la Argentina desde el norte de Corea, en la década del 50. Fueron la excepción a la regla: años más tarde, en 1965, llegaron 13 familias provenientes de Busan (Corea del Sur) que se instalaron en la Patagonia. A partir de entonces y hasta entrada la década del 90, los viajes aumentaron vertiginosamente: unos 40.000 coreanos desembarcaron en el puerto de Buenos Aires en esas tres décadas. Luego, con el comienzo del nuevo siglo y las eternas crisis económicas de la Argentina, la mitad se fue del país: hoy se calcula que hay unos 20.000 inmigrantes, conformando así la colectividad coreana más grande de la América hispanoparlante, tan sólo superada por la de Brasil.

La gran mayoría de coreanos está en la ciudad Buenos Aires, trabajando en la producción textil y venta de indumentaria, en los barrios de Flores y Floresta, lo que se conoce informalmente como el barrio coreano, y que se puede dividirse en dos partes: el más tradicional, en el bajo Flores, alrededor de la calle Carabobo; y el que está en los alrededores del centro comercial de las avenidas Nazca y Avellaneda, el principal polo de la ciudad para la compra de ropa mayorista. Es allí donde se debe acudir a la hora de buscar el tradicional sabor coreano.
Las razones del éxito
Galbi-jjim, mul-naengmyeon, jeyuk-bokkeum, sundubu-jjigae, bibim-naengmyeon, mandu, pajjeon, yukgaejang, los conocidos bibimbap y bulgogi, el pollo frito, los banchan, el arroz blanco, las parrillitas al centro de la mesa y las tijeras para cortar las lonjas de carne marinadas: el menú coreano irrumpió en Buenos Aires de a poco, traspasando los límites de una sociedad local conservadora y de una inmigración encerrada en sí misma. “De chica me daba vergüenza que vengan amigos a casa, por el olor a comida coreana que había”, explica Sandra Lee, una de las principales cocineras y comunicadoras de la actual gastronomía de Corea en Argentina. Sandra es organizadora de festivales y da clases y talleres en escuelas de cocina de la ciudad. “Nos costó mucho abrirnos, no creíamos que la cocina coreana pudiera gustarles a los argentinos, con tanto ajo, ají y fermentados. Esto cambió gracias a la evidencia científica que apareció afirmando que la nuestra es una gastronomía muy sana, a tono con las tendencias que se ven en el mundo: antes, cuando alguien probaba el kimchi, venía con aprensión; hoy lo hacen trayendo consigo la información necesaria para que les guste. Además, la cocina coreana se puso un poco esnob: el que la prueba se hace adicto a los picantes, los dulces, los crocantes, los ácidos, y luego se pone a evangelizar a sus amigos y familiares”, continúa.

Por años la cocina coreana en Buenos Aires creció gracias a una colectividad tradicional que la defiende con puños apretados. La enorme mayoría de los restaurantes estaban escondidos dentro de casas anónimas, sin cartel a la calle, con menú escrito en coreano, donde los nacidos en Argentina no eran bienvenidos. Tampoco había cocineros en las cocinas, sino abuelas y madres perpetuando el sabor nostálgico del hogar, un sabor anclado en los años 60 y 70 del siglo pasado. En una entrevista de 2015 realizada en la revista Maleva, Jong-Youn Choo -en ese entonces embajador de Corea en Argentina- afirmó que en treinta años de trabajo y tras vivir en siete países, “la comida coreana más rica que probé es la de los restaurantes coreanos de la Argentina. ¿Por qué? Hay tres razones. Primero, aquí la comida coreana es muy conservadora. Los primeros inmigrantes llegaron hace cincuenta años y los chefs mantienen la manera tradicional de cocinar. Aquí la comida es como la que preparaba mi mamá. Segundo, hay muy buena materia prima. En la Pampa Húmeda se producen muy buenos productos agropecuarios, todo es muy fresco, las legumbres, los vegetales. Y tercero, aquí abunda la carne, muy barata y de muy buena calidad. Entonces se utiliza el caldo de carne como un ingrediente básico de la comida”, dijo en esa ocasión.

Entonces, con una comunidad coreana a la que económicamente le fue bien (la mayoría es de clase media acomodada), estos restaurantes consiguieron un comensal cautivo. Lo novedoso comenzó hace una década, cuando los hijos de aquellos primeros inmigrantes, ya hablando español y con amigos nacidos en Argentina, se convirtieron en el necesario puente cultural y gastronómico. Hoy los restaurantes que siguen dentro de las casas mantienen los menús en coreano, pero en su mayoría suman traducciones al castellano, con fotos y explicaciones de cada plato: un buen ejemplo es el fantástico Sandulchan, pequeño y oculto restaurante conducido por Mama Moon, donde el hijo Samuel oficia de amable anfitrión. En esta lista es necesario agregar a Ku:l, con uno de los mejores bossam del país (cerdo con baechu y kimchi de nabo); y Han Obaeknyeon, con su emblemático sundae, una morcilla que lleva arroz, fideos de fécula de batata, y cebolla de verdeo, entre más ingredientes.
Con el avance de la cocina y la cultura coreana en el mundo -el auge del k-pop, el éxito de las telenovelas, el triunfo de referentes como el cocinero y empresario estadounidense David Chang– la cocina coreana es una moda global. Pero si bien esto tuvo su innegable influencia en Argentina, en especial en las generaciones más jóvenes, las bases son previas: el primer restaurante coreano apto para argentinos, abierto por fuera del barrio coreano, tiene ya más de dos décadas de vida: se llama Bi Won (Junín 548), está a la vuelta de la Facultad de Ciencias Económicas, y su mítico dueño se puso como nombre occidental el de Diego Armando Lee, dejando en claro su voluntad albiceleste.

Desde ese entonces, muchos otros se animaron a apuntar a comensales locales: Una Canción Coreana, con 11 años de vida, es uno de los ejemplos insoslayables. “La tendencia es global, hoy hay congresos mundiales donde se habla de kimchi”, explica Víctor Ho, parte de la familia dueña de este lugar que se llena cada noche con reservas anticipadas, más allá de estar en una zona alejada donde todavía muchos porteños tienen temor de ir. “Por otro lado, tenemos 50 años de comunidad coreana en el país. Nosotros abrimos porque mi madre quería tener un restaurante, ella quería ofrecer los platos que mejor sabía hacer. Porque esto hay que decirlo: no todas las madres cocinan bien. Con mi esposa decidimos apoyarla, pero haciéndolo de una manera abierta: pusimos un cartel con el nombre en castellano y abrimos en horario nocturno (los coreanos cenan temprano y la mayoría de sus restaurantes tradicionales cierran a las 20). Eso sí: en la comida nos mantuvimos fieles a la tradición”, continúa. Con un menú amplio, hay clásicos muy pedidos por argentinos, como el bulgogi o el dwaeji galbi (cerdo agridulce); mientras que los de la colectividad coreana optan por sopas como la samguetang, de pollo y ginseng.

En Buenos Aires hay más de 60 restaurantes coreanos, además de panaderías, almacenes, supermercados, cafeterías, locales de fast foods y festivales como Gastro Corea o el Hansik, que reúne en un solo día a miles de fanáticos de la cocina coreana. Surgieron calles repletas de restaurantes, como el precioso pasaje Ruperto Godoy en Flores; se suman restaurantes como Fa Song Song y Mr. Ho, ambos defensores de una cocina auténtica en el Microcentro financiero de la ciudad; y otros como Zuti, que desembarcaron en Palermo, dentro del polo gastronómico emblema de la capital porteña. El delicioso pollo frito coreano crece de la mano de excelentes representantes (Maniko, con local en Flores y en Palermo; Kikiriki, que suma cervezas y terraza al aire libre) y hay incluso un representante de la cocina china coreana, Casa Feliz en el Bajo Flores. Más alto brillan apuestas de dos cocineros profesionales: Nanum en Chacarita -con Lis Ra en los fuegos, elaborando una cocina de mucho detalle y sabor- o Kyopo, de Pablo Park, que juega por una fusión de cocinas callejeras con toques de sudeste asiático y Europa. En este recorrido variopinto hay incluso parrillas de tipo argentinas dirigidas a coreanos donde la tira de asado sale con banchan, como Urijib; y hay cocineros argentinos como Javier Urondo que no dudan en utilizar gochujang y kimchi en sus platos de raigambre argentina.

Tal vez la gran paradoja del éxito de la cocina coreana en Buenos Aires tenga que ver hoy con su principal fortaleza: ese estricto apego a la tradición. La mayoría de los restaurantes tienen sus cocinas comandadas todavía hoy por abuelas y madres, sin nadie que las herede. “La escena creció muchísimo, con trabajo incansable de personas como Sandra Lee y otros; pero falta una generación joven que continúe esto. Lo empecé a hablar con colegas: temo que la cocina tradicional termine desapareciendo. Yo por ejemplo no tengo esa fineza de lo tradicional, lo que hago es otra cosa”, dice Lis Ra. En Namun se puede comer por ejemplo un tteokbokki con gochujang, crema de queso azul y mozzarella; o unos langostinos con manteca, gochugaru y ajo, crema de tofu, kimchi de tallos de hinojo y piña en almíbar.
Mr.Ho, defensor de la cocina tradicional.
“Son muchos los desafíos”, afirma Pablo Park, de Kyopo. “Los coreanos son muy tradicionalistas, es una comunidad cerrada, donde las abuelas siguen haciendo todo en sus casas. Hoy hay algunos jóvenes que están empezando a estudiar, es un principio, pero falta mucho. Yo estoy a punto de abrir el primer restaurante coreano con un menú por pasos y maridaje; hay lugar para seguir creciendo”, dice este cocinero que en Kyopo ofrece desde hamburguesas con kimchi a un bibimpab que incluye mango, pickles y palta.
Históricamente a los argentinos nos gusta definirnos como dignos herederos de cocinas europeas que condicionaron nuestra gastronomía y paladar en los últimos 150 años. Una gastronomía sin lugar aparente para picantes intensos, fermentos ácidos, pescados secos o sopas heladas. Y aún así, la cocina coreana insiste con demostrar que hay otros caminos otros sabores: una inesperada y bienvenida sorpresa