Garbuno, el caserío de los Arbelaitz es un solemne edificio varias veces centenario para el que certifican más de 600 inviernos. Levantado en piedra con sólidas estructuras de madera, los especialistas aseguran que es el caserío más atractivo del valle que ronda las aguas del Bidasoa a su paso por Oyarzun. También fue, todavía es, la referencia del barrio de Iturriotz y por encima de eso, uno de los destinos culinarios más buscados del paisaje gastronómico guipuzcoano. Soy un seguidor más desde que un día, hará de esto más de treinta años, llegué empujado por un cocinero amigo y quedé enganchado por la sabiduría y la sensibilidad culinaria de Hilario Arbelaitz, un cocinero que -siempre lo he pensado- nunca estuvo suficientemente valorado. Puede que la fama absoluta haya sido esquiva con este hombre tranquilo sobre todas las cosas, que traduce todas sus inquietudes al trabajo en la cocina y ha sido capaz de forjar una propuesta sugestiva y sugerente, capaz de llegar muy dentro del comensal y llenar cada plato de vida, memoria y emociones. La presencia de su hermano Eusebio en la sala proporcionaba el contexto necesario para que la cocina se hiciera notar. Dos en uno.
La historia más reciente de Garbuno habrá terminado dentro de pocas semanas. Zuberoa, que ha sido su ocupante durante las últimas cuatro décadas, cerrará sus puertas. Todavía no hay fecha, aunque la prensa local ha decidido adelantarse a los acontecimientos para marcar la data en el calendario -el 31 de diciembre-, como si tuvieran prisa por ver el final de un restaurante -a veces, la obsesión por ser el primero que cuenta la noticia lleva a distorsionarla y lo que es peor, a condicionarla- que ha hecho historia, o, mejor mirado, ha llevado a sus clientes a ser protagonistas activos de la historia. Gracias por lo que nos toca.

Hablé largo con ellos en San Sebastián Gastronomika. Tenían claro que Zuberoa no seguiría vivo mucho tiempo más, y habían decidido no aceptar reservas más allá del 1 de enero, para evitar compromisos que luego no pudieran cumplir, mientras tomaban la decisión sobre la fecha del último servicio. Alguien dijo fin de año, otro preguntó si en marzo, uno más aventuró mayo. Miraban y escuchaban sin responder. Empezaban sus vacaciones de octubre y repitieron unas cuantas veces que tenían previsto tomar la decisión mientras descansaban; no es mal plan cuando se trata de programar, precisamente, el descanso. Fueron discretos cuando su carrera estuvo marcada por el éxito, siguieron siéndolo cuando los días difíciles de la pandemia trajeron los de su última reivindicación, y lo son ahora cuando todos anuncian la fecha de un cierre que ni ellos mismos han fijado. En el momento de escribir este texto, su nombre domina los buscadores de internet. El cierre es una certeza; quien sabe si el ruido mediático adelante el momento.
Zuberoa, su cocina, su carta y su comedor tienen los días o las semanas contadas; no creo que dé para muchos meses. Con el restaurante, desaparece uno de los espacios que han marcado la cocina de nuestro tiempo. El cierre llega empujado por la falta de relevo familiar. La siguiente generación de los Arbelaitz vive un tiempo diferente y no está por las dieciséis horas de trabajo diarias, por la exposición mediática, por lidiar con una dificultad nueva cada día, o por los dimes y diretes de gente que a veces ni siquiera los conoce. Tiene su lógica.
Visité durante años el espectacular comedor de Zuberoa. En cada visita tuve la misma sensación; sentía que habían llegado un poco más lejos. Comida a comida, plato a plato, construyeron una certeza. En un mercado que durante mucho tiempo se refirió a la cocina enganchándole etiquetas como vanguardia, modernidad o creación, hubo un cocinero con la valentía suficiente para mantenerse firme en los planteamientos culinarios que le dieron a conocer: tradición, principios clásicos, trabajo creativo pausado, técnicas culinarias avanzadas.

Hubo quien les reprochó ser demasiado clásicos, como si el placer en la mesa dependiera más del tiempo en que nació el plato que de la forma en que se concreta. A mí se me antojaban, en cambio, tremendamente inteligentes y a menudo avanzados. El trabajo de Hilario Arbelaitz escapó de la tiranía que impone la creatividad compulsiva para alumbrar su propio espacio culinario, una dimensión en la que él mismo ha marcado las reglas. El tiempo acabó mostrando a Hilario Arbelaitz como uno de esos cocineros que siempre gustan, sea cual sea el apelativo que decidamos aplicar a su cocina. Acabará recordándole así.
Pocos cocineros de nuestro tiempo han sabido explotar los sabores que enmarcan el culto por los grandes referentes culinarios, traducidos en platos que se hicieron grandes en las cocinas del pasado. Algunos se han ido transformando con el tiempo y otros han desapareciendo. En ocasiones, Hilario muestra su respeto por las fórmulas de toda la vida -se agradecía su fidelidad en piezas de caza como la becada, cuando todavía entraba libremente a las cocinas- y en otras da un giro de tuerca, abriendo la mano a nuevas perspectivas, como hizo con el foie-gras asado con caldo de garbanzos, una de las propuestas más celebradas de su carrera.
No sé si es la cocina de Hilario la que sigue la pauta del restaurante o es este el que se acomoda a la propuesta de un cocinero que vive a caballo entre dos tiempos. Todo destila quietud, sosiego y serenidad en una cocina que prolonga las mismas sensaciones en el tránsito hacia los comedores instalados entre las antiguas cuadras del caserío, la terraza y las habitaciones, definitivamente transformadas en comedores privados. Son los dominios de Eusebio, hermano de Hilario, cuya presencia cierra la mística del negocio familiar.
Lo mires por donde lo mires, Zuberoa siempre fue un restaurante emocionante. Si lo contemplas desde la perspectiva de hace quince o veinte años, cuando deslumbró con platos tan avanzados y a la vez tan de toda la vida como el citado foie-gras con caldo de garbanzos, la crema de coliflor con caviar recogida del viejo Robuchon, las manos de cerdo con puré de pochas o su puré de patatas, que me parecía el más genial y era, al mismo tiempo, el más nimio de todos. Con él se demostró que la modernidad no sabía tanto de tiempos como de sabores. Bastaba un puré –patatas, leche, yemas de huevo, aceite de oliva virgen extra y sal gorda- preparado como se hizo hasta que inventaron la caja de cartón y la comida en escamas, para crear una de las obras de arte más sencillas y más sobrecogedoras que puede ofrecer la cocina.
Ahí seguía la última vez que lo visité, el seis de octubre del año veinte, dando vueltas por una carta que contiene unas cuantas referencias que pocos han conseguido superar, como el pichón, esta vez con su tosta de higaditos y la compañía de un nabo relleno de setas. Hubo una yema de huevos con flan de foie-gras y hongos, unas pochas trufadas con papada ibérica glaseada, un bogavante braseado con emulsión de limón y caramelo de su corales, un rodaballo asado, un lomo de cordero con chutney de tomate, mucha nostalgia y la sensación de que algo llegaba; resultó ser el fin.
Tengo anotado otro pichón en mi cuaderno de comidas: asado al romero, con puré de patata y berza trufada. Era lo que algunos llaman obra maestra: la carne de la pechuga mostrando un color rojo oscuro, el sabor elegante y profundo, casi inquietante… Bajo ella espera una tosta con los higaditos: el sabor más intenso, perfumado, suculento y evocador en un solo bocado. El espectacular puré de la casa, la berza, el pichón, el monte, el caserío… y el contrapunto agreste y dulzón de los higaditos. Un momento inolvidable. Tanto como uno de sus platos más logrados y al mismo tiempo más arriesgados: la ostra a la plancha.
Hilario ha pasado los setenta y quiere descansar, Eusebio no le va muy atrás y está en lo mismo que su hermano. El ejercicio del restaurante fascina y engancha en la misma medida que fatiga y a veces empacha. A los Arbelaítz, que siempre fueron una gente sin cuentos, fantasías o historietas, se les acaba el tiempo. Son gente buena, de la que tanto se echa en falta.