El Charolés, mucho más que cocido

El restaurante de la sierra madrileña aparca durante el verano su plato estrella para centrarse en otras propuestas más apropiadas para el calor.

Alberto Luchini

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Fundado en 1977 por Manuel Míguez, que aún sigue al frente del negocio, y su padre, El Charolés es conocido en Madrid y buena parte del extranjero por su celebérrimo cocido madrileño, pantagruélico y absolutamente inabarcable, con sus más de 10 vuelcos, que se sirve los lunes, miércoles y viernes no festivos, por encargo y para un número limitado de comensales. Un cocido en cuyo desarrollo colaboró, hace ya años, el gran Jesús Oyarbide, fundador de ese templo mítico que llegó a ser Zalacain. La canícula manda, no está disponible durante los meses de verano y volverá a mediados de septiembre. Pero eso no significa que la actividad del restaurante decaiga, antes bien todo lo contrario.

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Los ingredientes del monumental cocido de El Charolés.

Enclavado en una de las localidades más turísticas de la Comunidad de Madrid, San Lorenzo del Escorial, en la Sierra de Guadarrama y a apenas un centenar de metros del Monasterio mandado construir por Felipe II, en estas fechas el tráfago de público por el local es incesante, entre los turistas, nacionales y sobre todo extranjeros, que aprovechan la visita cultural para reponer fuerzas, y los miles de capitalinos trasladados a su segunda residencia serrana huyendo del asfalto. Si a eso le sumamos que su horario es ininterrumpido -se puede comer en cualquier momento entre las 13 del mediodía y las 22.30 de la noche-, el resultado es que sus tres salas de estilo rústico, con paredes de granito y vigas de madera en el techo, además de sus dos terrazas (una de ellas frente al mismísimo Monasterio), están casi permanentemente abarrotadas.

Con horario ininterrumpido de las 13 a las 22.30,

es un restaurante normalmente abarrotado.

¿Qué es lo que se come en El Charolés un día cualquiera de verano? Se puede empezar compartiendo unas fresquísimas piparras de temporada muy bien fritas y, con un poco de suerte (o de mala suerte, pensarán algunos), encontrarse con que algunas de ellas incluso pican. Para continuar, unas almejas de Carril a la sartén, tamaño XXL, poco hechas y con una salsa en la que es obligatorio hacer barquitos. Un tercer entrante al centro, las mollejas de cordero lechal, no está a la misma altura que sus predecesores. A las piezas, de notable calidad, les falta un punto crujiente por fuera para que se produzca el necesario y casi lascivo contraste con la melosidad del interior.

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Almejas de Carril a la sartén.

A la hora de los platos principales, las opciones son hasta demasiadas, con una decena de pescados y una quincena de carnes. Entre los primeros, correcto el tartar de atún, aunque superado por el recuerdo del penalti de merluza de pincho (tronco a la plancha) tomado en una anterior visita. Entre los segundos, el escalope de ternera con patatas fritas caseras, bien aplastado y con un empanado finísimo, provoca en el comensal una incontrolable regresión a la infancia, propia de un Anton Ego ratatouilliano cualquiera.

 

La estrella indiscutible, ese plato que no hay que perderse de ninguna de las maneras, es el guiso de manitas de cerdo, del que el restaurante presume, y con toda la razón del mundo, desde la misma carta. Un guiso que rezuma tradición y cariño, que evoca tiempos menos tecnificados, y cuya untuosidad colagenosa justifica por sí misma la visita.

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Las manitas de cerdo son la estrella indiscutible de la carta.

También cabe la posibilidad de rendir homenaje a la raza vacuna de la que toma su nombre este restaurante, la charolesa, decantándose por un chuletón. Es una carne tierna y con un sabor muy matizado que, precisamente por eso, resulta apta para todos los públicos: no ofende a los más carnívoros (aunque se les puede quedar algo corta) mientras que los menos carnívoros agradecen su falta de potencia.

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Las piparras fritas son una buena entrada.

La bodega es de un clasicismo casi imperial (perdón por el juego de palabras tan fácil), con un predominio abrumador de Rioja. De esa zona procede el vino de la casa, un Cune Gran Reserva seleccionado «tras cuatro catas ciegas por tres enólogos catadores» (sic). Un vino que no sorprenderá a nadie pero muy sencillo de beber y que combina bien con casi todas las propuestas del restaurante. La oferta de postres, por su parte, es ingente y, puestos a pecar, qué mejor oxímoron que hacerlo con un hipercalórico, ultradulce e irresistible tocinillo de cielo…

 

Puerta con puerta con «El Charolés» se ubica el Croché Cafetín, de la misma propiedad, un encantador localito al estilo de una brasserie francesa donde se puede hacer un picoteo ligero, tomar el aperitivo previo a la comida, la copa posterior o, incluso, asistir por las noches a conciertos y espectáculos de magia.

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