Marco Antino se dio a conocer en la cocina limeña por su trabajo en Symposium, la marca de la que se alejó con la pandemia y hace un año volvió a abrir: misma marca, distinta dirección. No sé bien si fue el primer italiano que apostaba por la alta cocina de la ciudad, pero fue el primero que conocí y, eso está claro, el único que logró consolidarseen los quince años anteriores al estallido del 19.

Hasta entonces, la cocina italiana se había circunscrito a algún destello rápidamente desvanecido, además de las aventuras populares o de tipo medio habituales en un mercado acostumbrado a valorar más el volumen del plato que la calidad del contenido (y la abundancia de queso rallado en todo lo que llega a la mesa, aunque esa es otra historia).
Antino encontró su lugar en aquel Symposium, abierto en una zona intermedia de San Isidro, decididamente volcada en los negocios, pero con algún remanente residencial y comercial. Y construyó un espacio distinguido. Mesas discretas, distantes entre sí, bien vestidas y mejor iluminadas, una bodega que provocaba envidias y una cocina más que lograda, durante algún tiempo condicionada por la disponibilidad de ciertos productos en el mercado peruano. Nada que no se resolviera con viajes esporádicos a Italia.

Como muchos otros, su restaurante sufrió las sevicias de la pandemia y mediado el tránsito prefirió el cierre a la agonía. En su lugar, Antino anunció la apertura de La Cantina de Epicuro, entonces un pequeño local, con dos o tres mesas, en la parte central de Miraflores, distrito comercial, residencial y de ocio contiguo a San Isidro. En principio todo funcionaba previa reserva y funcionó.
El negoció despegó rápido y dos años y medio después ha tomado vuelo, parece que definitivo, con la incorporación de tres espacios en la parte trasera que hacen las veces de comedores privados (el primero, semi privado, sirve de tránsito hacia los otros dos). Los tres con mesas para ocho o diez y uno de ellos con entrada directa desde la calle. Cinco o seis mesas en la terraza delantera, sobre la misma calle, completan la disponibilidad de unos comedores a los que es impensable ir sin reserva.
Italiana con pedigrí
La cocina es italiana en la expresión más fiel del enunciado, como siempre ha ocurrido en los negocios de Antino. Ortodoxia, calidad en los productos y técnica depurada se dan la mano para ir algo más allá de la pasta y el arroz. Lo hace con una vitella tonnata ligera, suave y untuosa en la que, como siempre, es más importante la mayonesa que el sabor de la carne, funcionan las setas cultivadas guisadas, cumple con la mozzarella con la simple adicción de tomate y hojas de albahaca, y podría ir más lejos con los langostinos, resolviendo la sequedad natural del producto cuando se cocina abierto.

La pasta solo es una parte de la cocina italiana, y no la mayor, aunque sea la más popular. En la cocina de Antino se trabaja sobre la base de pastas de calidad que hablan de una parte más que aceptable de un espectro que se antoja monumental –spaghetti, tagliatelle, ravioli, maccheroni, paccheri, mezzemaniche,penne rigate, tortelloni, ghitarrini…- y que en esta casa alternan preparaciones específicas con otras más convencionales.
Veo pasar una spaguetti alle vongole que me dejan con ganas, pero me compensan con unos ravioles rellenos de foie-gras en los que me interesan más la forma, la calidad y la cocción de la pasta que el relleno. Nada que decir sobre las concesiones a la galería salvo que en este comedor suelen ser cabales: cuando anuncian trufa, es de verdad. Los espaguetis con erizos y botarga están a buen nivel, aunque prefiero los paccheri -o tal vez sen mezze maniche; no me fijé en el interior, que en los primeros es liso- alla amatriciana. Se curan en salud con el público local añadiendo algo de queso y ofreciendo más en la mesa, pero se me antoja innecesario. La amatriciana brilla sola y no necesita que la solapen.

La carta se alarga con platos fuertes y guisos de carne. El conejo estofado con papas al horno es una buena referencia. Llega una pierna completa de conejo guisada con cebollas glaseadas, piñones y aceitunas y servida con unas espectaculares papas cortadas en dados y horneadas que engrandecen el plato. Un buen semifreddo de pistacho remata una comida que hace cuarenta años y servida en Europa hubiera presentado como un exponente de la normalidad culinaria, aunque a estas alturas supera con mucho lo habitual.

La Cantina de Epicuro mantiene una bodega italiana que llama la atención, sigue exigiendo reserva previa, aunque la terraza puede ir más desahogada a mediodía y el servicio está bien dirigido. Es un negocio jovcen pero no es un restaurante para jóvenes. Hereda parte de su clientela de las relaciones tejidas en Symposium y no es un restaurante barato, como otros italianos al uso. Por eso extraña que la carta se recite de viva voz. Sabemos que los limeños nos resbalan pequeñeces como las facturas, pero los hay que agradecen -agradecemos- saber cuanto nos va a costar la comida antes de hacer la comanda.
Para suerte de todos -empresa y comensales- La Cantina de Epicuro no está en las listas y, lo que es mejor, no se espera verle por allí: ganancia para los que importan, que somos los comensales.