Ni Ducasse ni los herederos de Robuchon y de Bocuse. Ni siquiera ese Alain Passard admirado por la mayor parte de los cocineros estrella. No, el número uno de Francia es, desde la ceremonia valenciana de 50 Best, un tal Bruno Verjus, con su restaurante parisino Table. De repente, no solo aparece en el décimo puesto entre los 50 principales -en 2022 era el nº 77- sino que al mismo tiempo se convierte en el número uno de Francia.
A otros la discusión sobre los méritos de cada guía. Yo, periodista, constato los efectos de cada una. En Francia, “el cocinero autodidacta” -autodefinición- Verjus, se volvió creíble cuando Michelin le concedió una estrella. Y en la edición 2023 de la más que centenaria guía no solo tiene 2 estrellas rojas del buen comer sino también una verde de sostenibilidad. Con media página de comentario. Y, reproducida textual, su declaración verde: «Compromiso de ninguna comanda de cantidad, con nuestros proveedores, sino de calidad…respeto por la salud de nuestros clientes y de nuestra tierra”.

Uno, que jamás discute (ni tampoco entroniza) galardones, porque respeta la subjetividad de toda crítica y hasta los intereses que puedan interferir, afirma con conocimiento de plato y recinto (esa barra metálica con forma de alerón de ballena o de avión, vistas de cocina a cliente y viceversa) que Table es un restaurante extraordinario -como su chef-, en el sentido propio del término.
Nada es ordinario ahí. Menos aún los precios. Actualmente, el menú del color del día sale por 400€. Quien prefiera el confeccionado a base de colmenillas del Jura pagará 200€ más. Y si hay botellas entre 70 y 90€, la advertencia de que “por prurito de equilibrio” solo se sirve una por mesa del Romanée Saint Vivant 2018 (Domaine de la Romanée Conti) a 2.700€, indica por donde van aquí los tiros. Como la copa de champagne -excelente pero no famoso, a ver si entiende- a 26€. O la de Don PX Convento, de Toro Albalá, a 59€. Y estamos en los aperitivos.
Lujo, entonces. Pero equivalente al de los productos que llegan de la mano de sus productores, “cocinados con humildad y un respeto absoluto”, según Michelin.
Memoria de Mesa: placer de platos como su sepia y caviar Petrossian sobre un aceite de cebollas asadas con miel o el bogavante de nasa, entre crudo y cocinado, mantequilla clarificada de vaca Rouge de Flandres, infusión de caparazones tostados, raíz de apio, condimento de levístico, alcaparras de Salina y ortiga. Bogavante de masticar, casi vivo sobre su roca.
Salmonete Rossini, asado sobre la piel, con foie gras de Souprosse, jugo de cabezas y espina, montado como una royale con hígados de salmonete. Lubina de invierno de Yeu, de 5 kilos, asada sobre la espina. Champiñones de París en jugo de colágeno vegetal, ajo negro y tinta de sepia, jugo de camarones grises. Ración de rodaballo asado sobre el hueso laqueado con un caramelo de callos de vieira. Erizo de Noruega en gelatina de un agua de erizo y vinagre de arroz, colágeno de raíz de apio, sal de puerros asados. Hoja de col rellena de setas silvestres y castaña, jugo de champiñones y pulpa de ajo negro. Plato de verduras Brocéliande (el bosque bretón de Merlin): verduras y plantas silvestres y cultivadas, jugo de verduras en vinagreta agridulce…
Sentado con Verjus, entre dos servicios, para una conversación, veo llegar a Jean-Paul Guernier con las ostras de Normandía que cogió esa misma mañana y que dentro de una hora Bruno acomodará con espinacas y diabólica mantequilla de vaca roja normanda, en vía de desaparición cuando el ganadero que hoy es proveedor de Table salvó la especia a partir de las 12 reses que quedaban. De Noruega provienen erizos y vieiras de plongée, es decir, pescados a mano. Y de la isla de Yeu desembarcan lubinas y lenguados.

Esa isla en la que Verjus pasó tantos veranos fue testigo, en 2012, de su primer intento de cocinero público: un servicio diario de 12 cubiertos, mañana y noche, en su propia casa; su hijo de 14 años como camarero y él solo en cocina. De crudo al asado con madera de manzano, pescados y mariscos, percebes incluidos, pasaron por su mano. En ese ejercicio, Verjus desarrolló astucias prácticas: abreviar operaciones, cortar caminos. Principio irrevocable: no a la mise en place, ese catecismo de cocina tradicional. «A mis equipos les explico que lo esencial no sucede entre los servicios, sino durante».
Como un eco a la cocina de Chapel, la mère Brazier, Feddy Girardet. O ese Claude Peyrot, maestro de Bernard Pacaud, de Elena Arzak, que en su histórico Vivarois parisino, con tres estrellas en su apogeo, prohibía en cocina tocar un producto antes de la comanda. «El pedido del cliente nos pone en marcha. Es el estandarte de la cocina viva. La cocina es un acto simple -insiste Verjus- nutrir es practicar el bien, cuidar del otro, darle placer a sus dos cerebros, el que anima el espíritu y el del vientre, ese conglomerado de bacterias y neuronas».
Flashback: Bruno Verjus por Bruno Verjus
Nací en Renaison, cerca de Roanne, o sea en ninguna parte. Lo interesante a mi edad, tengo 61 años, es constatar hasta que punto aquello ha infusionado. De niño sabía que para encontrar setas el año próximo no había que arrancarlas, sino cortarlas. En el mundo rural siempre alguien te enseña el gesto preciso. Cuando vas a pescar truchas sabes que si hay seis en un pozo y las cobras todas, no habrá el año próximo. De niño cultivaba rábanos y lechugas, atrapaba conejos con mis trampas, tiraba con honda, era pescador furtivo. Un poco salvaje. Tenía una relación natural con el medio.
Después me voy a Lyon a estudiar medicina. Luego, en California, se me abre el apetito de ver mundo y de llevar a cabo empresas ambiciosas. Descubro que todo es posible. Creo empresas y desde 1989 paso mucho tiempo en China. Sentía que allí pasarían cosas. Un encuentro cambia mi vida. Pierre Hermé es un joven pastelero prometedor. Cada tres meses comemos en Gagnaire, Guy Savoy…Yo no conocía nada y era curioso de todo. Esos contactos me forman. Comprendo que no me gusta la cocina de mise en place sino lo vivo, la instantaneidad de un plato. Más fuerte: conozco a Passard. Complicidad inmediata. Empiezo a obsesionarme con productos y Alain (Passard) comparte esas obsesiones.
Paralelamente, aprendo en serio a cocinar con Frédérick Ernestine Grasser Hermé, por entonces la mujer de Pierre. Una inmensa cocinera. Me hace descubrir mi zona de sensibilidad. Me pone en práctica. Trabajo los productos para obtener el resultado que quiero encontrar en mi boca. La berenjena, el rape, el laurel. Trato con artesanos que se parecen a los grandes místicos, a los religiosos, a los científicos, que siempre me fascinaron. Hay en ellos esa especie de devoción a una obra que los sobrepasa. Como ese ganadero loco por las vacas rojas de Flandes.
En mi casa de la isla de Yeu, a la que voy desde la niñez, el equivalente marino de mi campo infantil, creo Mer veilleux (juego con mar y maravilloso). Mi hijo Stan, de 14 años, hace de camarero. Utilizo todo: crudo, asado con madera de manzano. Esta experiencia me hace pensar que puedo ir más lejos. Ya en Paris le pido a Sven Chartier, por entonces chef de Saturne, ser su aprendiz.
Ahí tomo conciencia del tiempo, del milagro permanente que es un restaurante. Como carezco de conocimientos prácticos invento caminos, prácticas disruptivas. Por ejemplo, una técnica para preparar palomos, con tijeras, a la velocidad de la luz. En dos pescaderías me entreno a levantar filetes. Y Michel Brunon, mi carnicero del mercado de Aligre, me enseña a despiezar un cordero.
El 11 de abril del 2013 abro Table. Un mundo desconocido. Sufro para encontrar personal. Nadie entiende por donde voy. Al principio es una cocina brutal, de producto, porque es lo único que se hacer. Pero han quedado platos de aquel primer momento: la mousse de chocolate con crema inglesa de acedera, la piña asada en espetón, el hermoso plato de verduras.
De las mesas a la cocina
Verjus era un cocinero aficionado con un blog pionero en gastronomía, un seguido programa de radio centrado en la macrobiota y conocedor del producto hasta tal punto que en 2011, cuando la casa de subastas Artcurial pone a la venta lotes efímeros de comestibles de alta calidad, fue él quien los seleccionó: ostras, caviar, aceites raros, un jamón ibérico de Carrasco. Descuella como investigador en ingredientes, buenos vinos, buenas mesas.
A nadie se le había ocurrido fue fuese a franquear el paso que separa las mesas de la cocina. Por eso, cuando abrió su Table (mesa), cerca de la concurrida Gare de Lyon, en medio de restaurantes resultones y de bistrós, pero con precios de tres estrellas, el runrún de radio cocina dejó rápidamente un eco: ¿qué se ha pensado este tío?
Precios escalofriantes, claman damnificados. Por el contrario, un núcleo cada vez más gordo de gastrónomos, sin desmentir la gravedad de la factura, la justificaba por la calidad de los productos y las sorpresas en su transformación.
En 2021 Verjus publicó un libro, «L’Art de nourrir» (El arte de nutrir, Flammarion), que según mis noticias será traducido por RBA, que lo transformó en la versión contemporánea de Brillat Savarin. Un «pensador en nutrición », lo definió Roger Feuilly, el hombre de Slow Food en Francia.