Hay quien espera a los cuarenta para sentar la cabeza. Diego René López y Andrea Martos viven más deprisa. Ella tiene 30, él, 32. En días nacerá Diego López Martos, su primer hijo, que no el único fruto de su relación. Desde 2018, Diego y Andrea han parido cinco restaurantes (Beluga, Kraken, Pez Wanda, Cambara y La Tasquita de en Medio), todos ubicados en el centro de Málaga y bendecidos por el éxito en sus segmentos de público.
Él diseña las cartas y gobierna a setenta cocineros. Andrea coordina al personal de sala de Beluga (cuya sala dirige), Kraken y Pez Wanda. No quiso más porque deseaba terminar su máster en sumillería. Sueñan con estrellas para un reabierto Beluga tras la ansiada reforma para poder dar más espacio al proyecto gastronómico. ¿Será que los treinta también puede ser edad para la templanza, o es que hay gente a quien la vida enseña a soñar con los pies en la tierra?

Desconocemos qué soñaba Andrea con 14 años. Es discreta para esas cosas. Diego René, estudiante catastrófico, ansiaba subirse al barco que cruzaba de su ciudad, Santa Pola (Alicante), a Tabarca, el paraíso. Aquel junio lo expulsaron del instituto, y su padre le dijo que se lo llevaba a la isla, pero a trabajar en la hamburguesería que entonces regentaba. “Para escapar de él, me pegué a Dani Chacopino, cocinero del restaurante Collonet, especialista en caldero. Su familia desciende de los pescadores genoveses que poblaron la isla en el siglo XVIII. Dani lo sabía todo del pescado y de la mar. Me ofreció cama y comida a cambio de trabajillos como barrer y sacar la basura, y a mí me pareció bien, porque lo que quería era ir a la playa, pero la playa no volví a pisarla”, ríe.
A cambio, Chacopino le enseñó todo lo que sabía. “Aprendí a limpiar pescados, a hacer fondos, caldos y sofritos, alioli de mortero… Descubrí que me gustaba la cocina. Tanto, que decidí quedarme en la isla los dos inviernos siguientes”, recuerda. En verano todos quieren ir a Tabarca. En invierno permanecen apenas algunos de los 51 habitantes censados. De punta a punta se extienden 1,8 kilómetros. El paseo a pie desde la diminuta población al faro se hace en 15 minutos. “Nos quedábamos solos Dani, yo y los gatos. Igual una semana no venía nadie y, de pronto, un día, llegaban varios barcos y dábamos de comer a cien personas entre los dos”.
Seguro ya de que quería ser cocinero, se inscribió a través del INEM en una escuela en Alicante financiada con fondos de la UE: “Fue una suerte inmensa. Aquello ya no existe, pero teníamos todos los medios del mundo. Si había que limpiar pescado, te traían cien doradas. Salí de allí y me mandaron de prácticas a Martín Berasategui. Terminé y me dijeron si quería quedarme a trabajar. Yo tenía 19 años. ¡Ya lo creo que quería!”.
Para poder disfrutar y formarse en invierno, había que ahorrar, de tal forma que, llegando junio, volvía a una Tabarca desbordada por una media de 3.000 turistas cada día y se colocaba de camarero hasta septiembre. “Entre el sueldo y las propinas, se ganaba mucho más de camarero. Luego, con lo que sacaba, me dedicaba a viajar y a trabajar”, explica. No le hacía ascos a nada. “Volví a Berasategui, estuve en Argentina, pasé por un asador en Alicante, trabajé en chiringuitos, aprendí de arroces en Monastrell con María José San Román. Me gustaban los restaurantes con estrella Michelin, pero quería aprender de todo”, confiesa.

Corría 2016, habían pasado diez años desde la expulsión del instituto y la relación con su padre volvía a ser idílica. Las cicatrices y callos que le marcaban manos y pies (Diego no es de tatuajes) lo merecían, y con un billete sacado para su siguiente destino, Madrid, padre e hijo se embarcaron en un crucero que hizo escala en Málaga. Tal vez la Farola malagueña, peculiar como el recortado faro de Tabarca, le guiñara de un modo especial. O vio que el Mediterráneo hermana todas sus orillas. El caso es que le gustó el sitio y quiso quedarse. Tenía 24 años.
Andrea aún no había cumplido 22 cuando se encontraron. “Yo vine a Málaga en 2015. Había terminado el Grado Superior de Turismo en Barcelona, mi ciudad, pero quería sacar el título universitario, y para poder mantenerme, hacía extras de camarera”, explica. Diego y ella se conocieron trabajando en Pez Tomillo, un chiringuito moderno donde él asumió por primera vez el papel de jefe de cocina. “Me puse al frente de un equipo de 14 personas, y allí estaba ella”, dice. Andrea es pequeñita. No levanta la voz. Sus maridajes en Beluga reflejan un carácter que complementa a la perfección el de Diego René.
Los platos de él son rotundos, desde los fondos y sofritos, que domina y sabe combinar con puntos de cocción irreprochables para los pescados, a los aliños, jamás tímidos, y por supuesto, los arroces. El de jamón de bellota La Dehesa de los Monteros que cierra el menú degustación, es un alarde de técnica y de valentía: fondo de jamón, caldo de jamón, grasa de jamón y arroz de Molino Roca. Edu Torres encontró a uno de sus primeros clientes y embajadores malagueños en el alicantino.

En la cocina de Diego René, el producto es producto, el fondo es fondo, la tradición es tradición y el entendimiento del público es irrenunciable. Andrea, que es capaz de dirigir a su equipo durante el servicio con gestos y miradas sutilísimos, que es más proclive a la risa y al humor que a la bronca o la ironía, que cambió su carrera universitaria por un trabajo de camarera, cree que la clave del éxito como pareja profesional y humana ha consistido en “aspirar a lo mismo, entender cómo piensa el otro y complementarnos”.

En el maridaje del menú y en toda la bodega, escogida botella a botella por ella misma, predominan referencias frescas, mediterráneas, minerales, florales y herbáceas, ligeras. Vinos que estilizan, suavizan, refrescan o redondean sin querer convertirse en el centro de la conversación. A Andrea no parece estorbarle el segundo plano. “Tengo carácter, pero forma parte de mi personalidad ser conciliadora. Dejar la carrera y seguir con Diego no me supuso ningún sacrificio; al contrario. No podía seguir en la Universidad porque haciendo extras no llegaba para pagar los gastos, y no me supo a renuncia porque me enamoré de la hostelería y de la sala. Me gustan las personas, me gusta formar equipos y tratar a los clientes. Me gusta estudiar; seguiré haciéndolo cuando pueda”, ríe.
En los próximos meses no será. Ha llegado todo junto. A la reapertura de Beluga, tras la ansiada reforma para poder dar más espacio al proyecto gastronómico (que convive con su carta de cocina mediterránea y arroces), se suma el bebé. Quién lo iba a decir. “Diego y yo nos juntamos enseguida, pero hemos tenido que afrontar crisis, porque trabajar y convivir en pareja es un aprendizaje”, reconoce. Ellos además han pasado por todo. “Al poco de conocernos nos fuimos a Londres. No nos gustó. Volvimos a Málaga y nos mudamos a Frigiliana, un pueblo precioso, para abrir un restaurante. Fue muy bien, pero el socio salió rana. Luego trabajamos en otro sitio, donde el director de Gastroarte, Fernando Rueda, conoció a Diego René, probó sus guisos marineros y le ofreció formar parte de la asociación. Fernando le presentó a Miguel Gutiérrez, hoy nuestro socio en los restaurantes. Miguel buscaba a alguien para llevar Beluga”, cuenta Andrea.
Beluga era un sitio con mejor aspecto que oferta de la Plaza de las Flores. En pocos meses, Diego René y Andrea lo ponían en órbita, lanzando la orilla oeste de Calle Larios como nuevo punto de interés gastronómico en el centro de Málaga. Cocina mediterránea actual y arroces alicantinos eran su fuerte. Un éxito. En enero de 2020, un premio en el campeonato de recetas con queso La Casota de Madrid Fusión lanzó aún más la fama local del cocinero, pero llegó la pandemia y hubo que echar el cierre. “Días después estábamos preparando todo para llevar arroces a domicilio”, recuerda Diego. Lucharon y vencieron. “No dejamos de trabajar ni un solo día. Las calles estaban desiertas y nosotros corriendo con las paellas arriba y abajo”, añade.
Siguieron las otras aperturas, todas exitosas, pero cuando iban a Coque, Aponiente, Kaleja o Los Marinos José, algunos de sus restaurantes favoritos, Andrea y Diego soñaban con algo más. De acuerdo con su socio, en 2022 decidieron introducir un menú degustación, y en 2023, tras una reforma del restaurante, han estrenado Virazón, su segunda propuesta.
Virazón es un viento costero que sopla de mar a tierra, igual que el menú, que arranca con una porrilla de conchas y algas y establece, a partir de ahí, una conversación marinera que podría ser entre los dos faros, el solitario y achaparrado de la isla de Tabarca, y la blanca, coqueta y urbana Farola malagueña. Una conversación que solo al final toca tierra, saltando sobre fondos marinos arenosos y sus peces, jugando con salpicones y gazpachos ligeros, con perfumes de hinojo y yerbas ribereñas, con salazones, almendras y ajoblancos.
Andalucía, levante y Francia, la tierra de la madre de Diego. El poso del pasado, el curso del presente. A dos pasos del Mercado Central de Atarazanas, estómago de Málaga, herido hoy en su esencia por el éxito del turismo, Beluga, y cerca otros tres proyectos jóvenes, proponen un nuevo foco de autenticidad. Si hacia el este de Larios, la candela de Dani Carnero se erige en vanguardia ancestral desde la última Kaleja (calleja) de la judería, en el eje oeste, Beluga, el Palodú de Cristina Cánovas y Diego Aguilar, Cávala de Juanjo Carmona, y Mario Rosado en Yubá Experience, besan la memoria desde la serenidad de una juventud precozmente madura. No se los pierdan.