Se llama Bakea, paz en euskera, pero ruge. Una portada tan marenga como el asfalto mojado apenas se distingue en los bajos del edificio que ocupa en la pequeña localidad vizcaína de Mungia. Aún no son las dos del mediodía. Los locales compran buen pan en Gure Ogia, se toman un vermú ganador en el bar Txomin, sueltan a los niños en las plazas. Ante la puerta cerrada del restaurante, el rugido solo se intuye. Es todavía una vibración, un crepitar, las ganas.
Debemos tocar el timbre para entrar, lo que nos recuerda que por muy públicos que los consideremos, los restaurantes son espacios privados. Debemos ser aceptados en ellos. Dar las gracias. Ya dentro, los claroscuros se adueñan de nosotros. Paredes negras, madera, metal. Una mesa larga como las de las sociedades gastronómicas que compartiremos con desconocidos. Un juego de luces intimista es el encargado de dividir la mesa en cuantos grupos se sienten en ella. Los estores de los ventanales están bajados. Fuera podría ser de noche y no nos daríamos cuenta. Fuera podría estallar el fin del mundo y seguiríamos comiendo como quien piensa que aún hay tiempo de cambiar las cosas.
No ocurre nada de eso. Solo que estamos aquí, en Bakea, donde un jovencísimo equipo -algunos apenas rozan la treintena, a otros todavía ni les preocupa- lleva un año cocinando con garra y sensibilidad. Se lo permite el ser parte de una generación que sabe navegar opuesta sin que les tiemble el pulso: donde hay leña, hay hierro. Donde hay sombra, hay luz. Donde hay memoria –oroimena, la columna vertebral de la fiera- hay futuro. Lo tienen grabado a fuego, la única fuente de calor que utilizan.
Sentido y sensibilidad
El hierro se funde a una temperatura de 1.538ºC. Antes del ongietorri de hoy, antes de la idea de Bakea, de Mugaritz, incluso de sus días en la Escuela de Hostelería de Artxanda, Alatz Bilbao lo sabía. Durante cinco años trabajó como tornero en un taller de la localidad. La metalurgia es tan Euskadi como lo es la cocina, y él se ha curtido en las dos.
Sin embargo, la gastronomía no fue una huida. Cada dos por tres se pone el buzo azul, el que también visten en este comedor, y vuelve al taller a producir él mismo la cubertería y parte de la vajilla en la que presentan las recetas sencillas y de gran sensibilidad que vamos a tomar, elaboraciones que están por encima de la perfección: “No son perfectas, son nuestras”, dirá Alatz, ojos claros, piel clara (a su abuelo le decían ‘el alemán’), al servirlas él mismo en la mesa comunal.
Hay emoción en una antxoa mariposa de Bermeo cubierta de miel y polen servida como una joya sobre un canto rodado de la costa vizcaína. De nuevo los opuestos: una superficie firme que regala una carne tierna y un inicio dulce para un bocado que termina en lo salino, justo al contrario de los finales felices. Llega después de un granizado de txakoli que nos limpia de la boca lo que sea que antes de entrar nos haya quedado por decir.

Un huevo de cerámica de Ainara Garay, también de Mungia, cuya composición contiene cenizas generadas en Bakea, se abre para mostrar un yogur Bizkaigane que cubre con huevas de trucha, un pase de sabor tenue pero extrañamente evocador, casi maternal.
Después, el hierro
La obsesión del cocinero por las herramientas forma parte del pase de kokotxa. Utiliza un flambadou, una suerte de embudo metálico con el que cocinar con grasas quemadas. Se pone al rojo vivo, se introduce una pieza de grasa, en su caso de txuleta, que en contacto con el metal prende y se derrite sobre las kokotxas, que se confitan. No queda más rastro del incendio que unos elegantes matices tostados. Así, tras la consagración lípida, aparecen dos kokotxas en dos cucharas que en realidad son una, porque están unidas por una vara de hierro de más de medio metro de longitud. Para poder catarlas y que no acaben aleteando sobre la mesa, debemos compenetrarnos de extremo a extremo. Un juego de equilibristas que da fe del paso de Alatz por Mugaritz.

Jugar con la tradición
Le sigue una jugosa pieza de mero a la brasa que, humo de roble mediante, presentan sobre una potente salsa elaborada con vinagre de txakoli, garum de ternera y aceite de colza (‘ajilimójili’ para la familia), que además es estupenda para mojar con el pan de caserío que Txomin Urkiza trabaja artesanalmente en Otumetxu (Meñakabarrena).
El hilo musical que hasta ahora ha enlazado canciones exclusivamente vascas brama. Se escucha el estruendo de un taller de fundición a pleno rendimiento. En la mesa colocan un cuenco con un trapo sucio y olor a aguarrás. La parte gustativa la protagoniza un sabrosísimo plato de lentejas (“un plato cargado de hierro”) con corazón de ternera y sangre de cerdo que parecen alubias rojas. El almuerzo de los trabajadores.

En Bakea llevan los gestos cotidianos de la cultura vasca a un restaurante de altura. Ocurre lo mismo con el morokil, que es a Euskadi lo que el porridge a Gran Bretaña: un desayuno a base de harina de maíz autóctona (txakinarto) hervida en leche y azúcar. Lo trae al mundo salado con queso Ossau-Iraty y aceite de pimiento de Espelette, que enciende el plato. Hay mucha tradición en Bakea, pero no es un restaurante tradicional, como se puede ver en la txuleta de jabalí madurada durante 3 días en koji y pasada “vuelta y vuelta” por el fuego, el gran hilo conductor de esta cocina.
Muestran inventiva en los postres, aunque algunos funcionan mejor que otros. El tomate en almíbar, sustituto del clásico melocotón, no convence. Es curiosa su versión del talo dulce en el que un merengue seco de pimienta blanca sirve para untar un chantilly de chorizo, aunque el contraste no juegue a su favor. Más gustoso es su chocolate (utilizan el de Kaitxo, que nunca falla) texturizado con tendón de vaca acompañado de seta de ostra de Bakio a la chapa y cubierto en mesa por un estupendo tofe de la misma seta. No puede faltar la cuajada con miel, ni el café de puchero y con achicoria. Como los de toda la vida.

Axel Leis a los vinos, también curtido en Mugaritz, revolotea alrededor de la mesa con referencias que, como todo lo que compone Bakea, se producen en los alrededores de Mungia y en el País Vasco y Navarra, con alguna excursión más allá de los límites de la Rioja Alavesa. Ahí están los tintos personalísimos de Manin y Sus Muchachos, los txakolís fermentados en barrica de Doniene Gorrondona, los blancos singulares de Imanol Garay, rosados como el navarro La Peli y alguna referencia sin alcohol de Ama Brewery para dar fe del compromiso.
La Máquina
Es difícil estar en la mesa y no echar un vistazo a lo que sucede en la cocina cada vez que esa puerta se abre. Está llena de herramientas rudimentarias, incluido el fuego, la más rudimentaria de todas. Dice que cuando le visitó el esencialista de Bittor Arginzoniz, uno de sus referentes junto a Andoni Luis Aduriz o los poetas Josean Alija (Nerua) y Pedro Sánchez (Bagá), admiró que las parrillas subieran y bajaran de manera automática. Nada de hacer músculo como él al girar manivelas como timones de barco. Un sencillo botón y las piezas suben y bajan del cielo al infierno. A Alatz se le nota íntimamente orgulloso de haber diseñado personalmente una máquina llena de conductos que traspasan el calor de un horno a otro como venas aortas incandescentes. Le llama la Máquina. Es un corazón metálico que produce emociones.
Lo hace a través ingredientes que no disparan el escandallo, pero sí la imaginación y así construir con ellos platos que estén ricos, claro, pero que además tengan sentido y también personalidad. Si tras ellos hay una defensa y un respeto hacia el territorio y sus trabajadores, mejor. No solo se trata de honrar la memoria de un lugar, de su cultura y de sus gentes, sino de generar una nueva a través de ella.
Al final de la experiencia suben las persianas, que han permanecido echadas todo el servicio. El día nos sorprende como si fuéramos tan jóvenes como ellos y el amanecer nos hubiera alcanzado sin acostarnos todavía. Cuando salimos a Mungia, un aire tibio anuncia lluvia. Los perros y los niños aprovechan el tiempo antes de que los arrastren a casa. El mundo no se ha terminado. Tras la puerta ahora cerrada, igual de oscura, respira esa máquina que solo estuvo fría cuando todavía estaba en la mente del cocinero. El nieto del alemán y los suyos se preparan para el siguiente servicio. Se escucha un rugido calmo. Nadie dijo que los tiempos de paz fueran silenciosos.