Las sopaipillas mapuches son un plato humilde. Un amasijo de harina de trigo integral con agua y sal que se fríen en pequeñas porciones. Me las sirven según tomo asiento en el pequeño comedor de Anita Epulef, espacio culinario mapuche en Currarehue, a unos veinte minutos de Pucón, el epicentro de montaña en la región de La Araucanía. Llegan a la mesa con la tradicional salsa pebre, a base de los últimos tomates de la temporada, cebolla, cilantro y ají. Junto a ella, una crema templada de zanahoria y albahaca, y un aceite con merquén, elemento central de las cocinas originarias mapuches.

Son de esos bocados que sacan una sonrisa, no sé si por su naturaleza, sencilla y humilde, o por lo que significan. El trigo, denominado triwu o kachilla en mapudungún, la lengua nativa de los mapuches, y el merquén (Capsicum annuum), un ají tradicionalmente conocido como cacho de cabra, que en esta latitud adquiere una forma más alargada, delgada y cónica, de un intenso picor que lo diferencia de los demás cachos de cabra cultivados en el territorio nacional, son elementos centrales en el recetario tradicional de esta región andina, al sur de Chile.
Para el pueblo mapuche, la llegada del trigo de la mano de los conquistadores españoles implicó transformaciones cualitativas en el sistema alimentario. Ya en el siglo XVII se identificaban pequeños cultivos, dedicados especialmente a la producción de harina tostada, convirtiéndose más adelante en parte indispensable de la dieta y ritual de los mapuches.

Grandes extensiones de bosque nativo fueron reemplazadas por praderas de cultivo de trigo. Los índices de producción alcanzaron tal envergadura que la localidad Traiguén, cercana a Curarrehue, llegó a ser catalogada como el granero de Chile. La Araucanía concentra hoy la mayor producción de trigo del país.
El piñón araucano
Tras el abre bocas de sopaipillas, llega una densa crema de piñones con tropezones de verduras, que acompañan con un cuenco de piñones cocidos, sin pelar. El piñón es el fruto del pehuén o araucaria, especie endémica perteneciente al género de las coníferas, las Araucariaceae. Expele un perfume curioso, terroso, muy particular, y en boca es neutro, de textura suave y algo porosa, rústica. La crema está hecha con harina de piñón, que se procesa durante unos seis meses, según me cuenta Anita.

Tras la recolección de los piñones entre marzo y abril, al final de las veranadas en la cordillera, se sancocha el piñón hasta que se abre la cáscara. Se pela en caliente y luego se enristra, haciendo una cuelga con una pita para secarlo, casi siempre suspendido cerca de la cocina a leña, durante unos tres o cuatro meses. Pasado este proceso, se muelen en piedra o molinillo.
La propuesta de esta cocinería mapuche cambia semanalmente según lo que ofrezcan la estación y la recolección, y propone un menú cerrado que se compone de una tabla de sopaipillas, una entrada, un plato de fondo a escoger entre dos opciones, ensalada, jugo, postre y café de trigo o infusión de hierbas. El precio ronda los 15 dólares.

El plato de fondo puede ser el tradicional pisku, un guiso de cereales, legumbres y hortalizas espesado con harina tostada. Contiene arvejas, choclo, quinua blanca, merquén, acelga y cilantro. Es un plato sencillo y estimulante, con matices reconfortantes. Se unen la suavidad de la quinua, casi translúcida, el picante del ají, el frescor de la acelga, el dulzor del maíz y la cremosidad de la arveja, a pesar de su exceso de cocción. Tanto las sopaipillas, la crema de piñones como el pisku resultan platos importantes y auténticos, que guardan los sabores de la cocina de siempre.
Como colofón un postre de estética no muy agraciada, a base de dulce de membrillo, puré de manzana y lleuques (Prummopitys andina). Los lleuques son una joyita comestible. Conocidas como uva cordillerana, tiene forma de ciruela, es muy delicada, dulce y jugosa. Es tan difícil de encontrar y tan frágil y fugaz su tiempo de recolección (una breve ventana de final de verano), que es un lujo toparse con ella en este comedor de Currarehue.
Cocinera autodidacta
Ana Epulef lleva más de veinte años cocinando. Es un ejercicio de resguardo para su territorio y la comunidad Walüng, nombre que los mapuches asignan al verano. No tiene recetarios. Su cocina se recrea en los productos de estación y de paisaje: en la recolección que su comunidad hace de los frutos del bosque, en las plantas y hierbas silvestres, en la huerta agroecológica que practican, en las semillas antiguas que replantan, en las artesanías de barro, telar y madera que fabrican y que sirven de receptáculo del alimento que elabora en su restaurante…

Es una cocina de resistencia, como dice ella “soy una cocinera autodidacta, activista por la autonomía, seguridad y soberanía alimentaria de mi territorio”.
Su restaurante es un local hecho y derecho, estructurado en torno a un comedor pequeño, una terraza y un cuidado fogón. Todo el comedor está hecho en madera nativa, con estufa a leña, fotos de semillas antiguas, artesanías, telares y estanterías con conservas. Desde el salón ves a Anita cocinar entre sus cuelgas de piñones, ajíes y chasku, que es el tomillo silvestre de la zona. Trabaja con Gemita, su brazo derecho, y su sobrina Tey y abre todo el año de martes a domingo, solo con reserva. El restaurante funciona también como escuela de cocina ancestral.
Es un local próspero que hoy goza de un prestigio que le fue esquivo. Su existencia es uno de los argumentos que han permitido conservar y poner en valor el recetario ancestral mapuche.