Los antecedentes de Jeferson García se averiguan rápido si uno teclea su nombre en el navegador de turno. Formado en el Servicio Nacional de Aprendizaje (SENA) para luego recorrer una larga trayectoria durante 14 años por cocinas tan conocidas como dispares en Chile, Perú, Uruguay, Tailandia y Dinamarca. Volver a su Colombia natal le ha hecho reencontrarse y redescubrir el territorio nacional, empezando por los páramos que ha recorrido en varios departamentos.

Como en la parábola del hijo pródigo, pareciera que los colombianos nos empezamos a arrepentir y a perdonar –ya era hora- de tantos años de ningunear a muchos ingredientes y preparaciones tradicionales, populares y ancestrales; así como de alabar ciegamente a cuanta intrusión foránea aterrizaba en nuestras despensas, bodegas y platos.
Tal como sucedió en las coronadas cocinas de España en los inicios de los años 90 y las del norte de Europa en la primera década de este siglo, algunos de nuestros cocineros colombianos viajaron al extranjero y se han formado en otros países aprendiendo técnicas, gestiones y disciplinas, para luego volver a sus ciudades natales y quedar obnubilados por el producto local y nacional. Ahora toca que los nuestros consigan centrarse, gocen de claridad en la percepción y comprensión de nuestro territorio. En Afluente se abre un buen sendero.
Una mirada al páramo
García plantea nuevos ángulos desde donde mirar a Colombia, y en su discurso queda clara la conexión entre el agua y la despensa del país. Tampoco deja atrás las disciplinas artísticas y populares con las que se ha ido cruzando estos últimos años al recorrer el territorio de diferentes departamentos. Así, nos recibe en Afluente un pedazo de tronco de encenillo, madera cuya corteza contiene unos taninos que sirven para teñir cueros animales, regalado a Jeferson por Cristina Avellaneda, su hijo Javier y Alonso Chieza, que siempre lo acompañan a recorrer su finca y los alrededores en Chingaza, el gran páramo de la cordillera oriental en la región andina. En la pared frente al tronco y en otras paredes intencionalmente desconchadas del restaurante cuelgan ruanas –tejido y abrigo de las tierras boyacenses, símbolo de la artesanía de sus hilanderas y tejedoras.

Al fondo de la recepción, una barra te recoge a media luz acomodándote en unos taburetes altos para disfrutar de la coctelería del restaurante y contemplar las artesanías provenientes de Cumbal -el territorio sureño al pie del volcán homónimo, en Nariño- otras compradas en plazas de mercado, y observar las siempre curiosas y colgantes barbas de viejo, la invasora epíficta (Tillandsia usneoides), tan abundante en los paseos por ríos y humedales del altiplano cundiboyacense.
La morita y el morón de páramo –comestibles y medicinales- son otras de las bellezas secas que decoran techos y paredes de camino al piso superior. Allí García capitanea con sigilosa discreción la cocina abierta, donde el equipo de cocina y de sala se mueven como el sinuoso caudal de una quebrada. Todo el mobiliario ha sido diseñado y fabricado a medida del restaurante por el tío carpintero de Jeferson.

Llegados a este punto, uno se olvida de los apellidos y hasta le abrevia el nombre a este cocinero que explica orgulloso como toda la reforma de la casa ha sido un trabajo familiar, una minga capitalina que no solo ha tenido en cuenta la comodidad del comensal sino también la de su propio equipo en aquellos espacios donde se recibe al cliente y en los espacios de producción, limpieza, almacenaje y descanso que quedan ocultos para el visitante. Por esos escondidos recovecos siempre lo recibe a uno la sonrisa perenne del Gran Marcelino, el todero del restaurante, oriundo de Córdoba -Montería- y uno de los personajes más entrañables del equipo.
El paisaje del río
La bienvenida culinaria corre a cargo de un pan de cuajada y una mantequilla de cubios –popular tubérculo andino muchas veces despreciado por el colombiano- pasados por la llama; un popular amasijo al que complementa la mantequilla emulsionada con el anisado tubérculo de piel quemada. La harina de maíz que utilizan proviene de Socotá, lugar donde queda uno de los últimos molinos de agua de Colombia. Hay otra pequeña sorpresa de bienvenida preparada frente al comensal: hacen presencia ingredientes boyacenses de Saboyá y Somondoco, unos impresionantes agraces de altura y polvo de ají de páramo, hoja muy especial y ligeramente picante que utilizaban los muiscas.

A partir de aquí, la carta luce once platos que detallan por escrito cuatro de sus respectivos ingredientes principales. Como frente a un paisaje de río, el comensal debe sumergirse y dejarse llevar por la corriente. El primer entrante se presenta como una galleta de cuca –las entrañables oscuras galletas colombianas que transformaron cookie del inglés por cuca para los niños- a modo de montañas cubiertas de verde sobre la que el mesero riega un espeso aceite de hojas andinas que se desliza entre laderas. Paisaje que uno debe romper a golpe de cuchara para descubrir y mezclar cangrejo, espuma cítrica y granadilla.
La barba, el pelo o la seda del maíz, cubre la preparación de mini maíces, guayaba y una aterciopelada salsa de maní y guascas que uno no se cansa de apurar a punta de cuchara antes de que el mesero retire el plato. Nada parece que sea camarón en el siguiente plato que aterriza en la mesa. Toca creer, admirar y revolver su belleza para llevarse a la boca los contrastes del oculto camarón con el plátano maduro, las crujientes chuguas –también olluco, melloco, ulluco, ruba o lisa en otros países América del Sur- y la espuma de zapallo que los cubren. Acabamos los entrantes con una templada propuesta de calamar, coco, sésamo y manzana de agua.

Estos tres platos casi parecieran reproducciones en miniatura de pastos, líquenes, musgos y helechos de los páramos, montañas rocosas y riberas de ríos colombianos. Hasta aquí uno no deja de admirar también el menaje proveniente del taller bogotano de Tornus, y de los artesanos de Barichara (Santander), de Ráquira (Boyacá) y El Carmen de Viboral (Antioquia).
Los tres platos que cerraron el menú salado son carnes fetiche para mi paladar de origen español, poco trabajadas en Colombia: conejo, pato y cordero; por fortuna, en esta última década asoman por numerosas cartas del país. Memorables salsas para cada carne, de las que pegan los labios y dejan un largo recuerdo.

Afluente presenta un canelón relleno de conejo guisado y deshuesado que napa con una ortodoxa y poderosa salsa, preparada con sus huesos y verduras tostadas, que recomiendo encarecidamente comer con los dedos y relamerse. El pato llega en forma de tartar, mezclado con papayuela y aderezado con salsa de tucupí –el umami de la Amazonía- y pan de Socotá. Cierra la trilogía cárnica el cordero, escondido bajo un manto de guascas fritas, escoltado por cubios, melón y cuajada y, de nuevo, una salsa untuosa y viciosa para cucharear.
El primer postre mezcla un suntuoso toffee de tubérculos con la frescura de una granita de aromáticas, agraz de altura y crujientes de papa criolla. Peculiar y juguetón uso de los tubérculos sacados de su contexto natural de guarnición para llevarlos el terreno de lo dulce y refrescante. Para finalizar, la boca debe hacerle justicia a un goloso helado de queso de cabra presentado a la manera popular sobre un cono o cucurucho de galleta artesanal. Amerita sacar la lengua de manera irreverente para finalizar este almuerzo.