Las patatas están en deuda con las castañas desde hace doscientos años. Hasta que la enfermedad de la tinta no estuvo a punto de exterminar los castaños que ocupaban ingentes extensiones de terreno, las papas no consiguieron abrirse un hueco como alimento básico de la España verde.
Llegaron a Sevilla desde Perú a mediados del siglo XVI como planta ornamental y pronto sirvieron para alimentar enfermos de hospital y soldados rasos. Todos aquellos con posibles se negaban a tomar aquel tubérculo conocido como ‘raíz del diablo’. El maíz, sin embargo, floreció pronto en los campos del Norte. El asturiano Gonzalo Méndez de Cancio, Gobernador y Capitán General de Florida, lo plantó por primera vez en Tapia de Casariego y en Mondoñedo en 1604 y para 1634 ya se pagaban las rentas al monasterio de Sobrado dos Monxes en «maíz de pan».
Los potes y las ollas de las que básicamente se alimentaba la población siguieron elaborándose con castañas, sin rastro de patatas, con las verduras, el tocino y algo de carne en las contadas familias con posibles hasta cien años después, cuando los frutos del Castanea sativa mill pasaron a ser tan solo un complemento de la dieta diaria, golosina infantil y, muy importante, alimento para los cerdos, en muchas casas la única entrada de proteína animal.
Los abuelos recuerdan con nostalgia infantil lo que en Asturias llamaban «el tiempo del buscu», la época de ir a recoger castañas al monte, sobre todo cuando había soplado el viento sur (L’arcia) que tumbaba los erizos de los árboles y ayudaba a que estuvieran secas. Durante la posguerra, en aquellos campos arrasados por la contienda y con pocos hombres para la labranza, la castaña volvió a ser un salvavidas para muchas familias y ayudaron a «quitar mucha hambre», como rememoran en Galicia, Asturias o el País Vasco.
Tiempo de fiesta
Estamos en plena época de castañas y de las fiestas que la ensalzan por toda la geografía peninsular e insular. Alrededor de la festividad de Todos los Santos y Difuntos se celebran encuentros populares de recogida, asado y degustación de los frutos. Algunos historiadores afirman que son celebraciones paganas, antiguas fiestas para honrar a las cosechas que la Iglesia Católica adoptó y santificó. Las castañas han llegado a simbolizar el alma de los muertos y hay comarcas en donde todavía se sostiene que por cada castaña comida se libera un alma del purgatorio.
Sea como fuere, la tradición sigue viva desde la isla de El Hierro, con sus Tafeñas, los tostones en Málaga, las mauracas o castañadas de la Alpujarra granadina, los Kastañarre egunak en Euskadi, el calbote o moragá en las comarcas extremeñas de Las Hurdes, La Vera o el Jerte, los amagüestus en Asturias, donde se acompañan con sidra dulce, o los magostos gallegos, donde se mantienen con gran fuerza y se sigue diciendo: «Por San Martiño se hace el magosto con castañas asadas y vino o mosto». Y así podríamos seguir por Cataluña, Zamora, Salamanca, Ávila, Toledo y muchos otros rincones.
Las tradiciones vinculadas a la castaña se van perdiendo, pero algunos pueblos guardan auténticos tesoros. En Almendralejo y otros pueblos de Badajoz, así como en la cacereña Torreorgaz, se sigue celebrando la chaquetía, la merienda campera en la que se comen castañas, dulces y otros frutos que los muchachos salen a pedir previamente de casa en casa cantando canciones alusivas a la fiesta, con mucha más raigambre que cualquier Halloween de tres al cuarto («Tía, la chaquetía, los pollos de mi tía, unos cantan y otros pían y otros piden ¡castañas cocías!»).
Poca presencia en la cocina
Mientras los castañares tratan de sobrevivir con variedades híbridas y tratamientos contra las plagas de varios lepidópteros y las enfermedades de la tinta y el chancro y ahora también de la avispilla que ha llegado de China, el interés de la sociedad por las castañas se ha ido reduciendo a la sentimental compra en la calle de una docena cualquier día de frío invierno.
Por si fuera poco, este maldito año hasta los tradicionales puestos o locomotoras de las castañeras, han desaparecido o han sido trasladados lejos de los pasos de gente. Tanto en los hogares como en los restaurantes, las castañas apenas ocupan un espacio digno. Tienen alguna presencia en los restaurantes que recuperan platos arcaicos, como el pote de castañas que prepara Viri Fernández en El Llar (San Román de Candamo, Asturias) o algunos caldos o cocidos en la Galicia interior o en la Alpujarra.
En la alta cocina también son anecdóticas, aunque hay casos muy señalados, como Pepe Vieira, el restaurante de Xosé Cannas en Poio, que las incluye en sus menús desde hace al menos veinte años en platos como su Vieira con ajoblanco de castañas, codium y achicoria de 2001, o el Pichón, nabo y castaña de 2019.
Después del hambre que nos han quitado desde al menos hace dos mil años, creo que las castañas se merecían un poco de aliento. Esperemos que este comino no sea «dar voces en castañéu», esa castiza locución asturiana más ad hoc que el manido «predicar en el desierto».