De cómo llego a Puebla pasando por Zacatlán y de cómo me instruyo en los chiles en nogada y los moles en la barroca ciudad de los ángeles
“Puebla, tacita de plata, cuando no piso tu suelo, es tan grande mi desvelo, que la nostalgia me mata.”
Qué chula es Puebla (Rafael Hernández)
Voy camino Puebla… Esa ciudad de estrepitosa hermosura, de dramáticos barrocos novohispánicos, de calles remotas y deslumbrantes arquitecturas contemporáneas, de espíritu culterano y colores opulentos, de ricas y complejas gastronomías conventuales, de dulces improbables, de callejeros y arrebatados molotes, “chalupas” y cemitas, va a ser, junto con algunos de los pueblos mágicos del estado, el sabroso hilo argumental de los próximos capítulos de esta emocionada narración mexicana… La historia nos contempla. Y el futuro.


Es Miguel Lastiri quien propone, ya enfilados hacia Zacatlán, el (su) pueblo de las manzanas maravillosas, parar en la Hacienda Mazaquiahuac (Tlaxcala), memoria perfilada de 1549 y, actualmente, cuartel militar. El ejército, sin embargo, lejos de arrasar arquitecturas por razones castrenses ha sabido reconstruir y mantener el lugar, gracias a lo cual hoy podemos ver cómo fue la vida de un hacendado primigenio (esta fue la primera hacienda otorgada por el virrey, Mendoza) a mitades del siglo XVI. No es fácil entrar en el acuartelamiento, pero la amistad de Miguel con el comandante de la base resulta salvoconducto definitivo. Nos atiende el culto teniente José Francisco Cornelio, hombre versado en la larga historia de esta hacienda seminal, primero ganadera y luego pulquera. La conservación de los edificios es asombrosa a pesar del día a día de la tropa. Uno siente aquí el eterno latido de la historia entre el entrechocar de talones… Cuenta el teniente, mientras caminamos entre la soldadesca, las diversas leyendas (oscuras) de la finca. Ahí, bajo ese inquietante columpio colgado de la rama de un gran árbol que fue lugar favorito de una niña que murió de una enfermedad terminal, sigue sin crecer la hierba… Y nadie se monta, claro. Hay quien incluso dice haber visto a la infortunada pequeña balancearse fantasmagóricamente… Y ese charro enlutado que se aparece cabalgando en determinadas noches… O el caballo negro que, juran, se llevó y mató al pintor que decoró la casa de frescos… Ya en la capilla, el teniente habla en voz baja del clérigo malvado castigado eternamente a vagar por la hacienda por traicionar el secreto de confesión… Una visita fascinante.
En donde llegamos a Zacatlán (Puebla)

Zacatlán, “pueblo mágico”, es zona totonaca, un asentamiento prehispánico que en el XVI fue cristianizado por Hernán López de Ávila por orden de Cortés. Su fundación política, su primer alcalde, data de 1747. Lo decora el sobrenombre de “de las manzanas”, puesto que son fama sus manzanas aceitunadas, muy dulces, mielosas… La pega es que se oxidan muy rápido y que la producción es corta. Pero aquí las estoy comiendo yo con indolencia, porque se está celebrando la gran fiesta de la manzana, el momento más importante del año en la localidad. Manzanas, sidras, gastronomías de todos los pueblos de la región para todos… El zócalo vibra de aromas y músicas, de policromías y relojes (Zacatlán es ciudad relojera, y en la plaza hay más de 10, que yo vea). Aquí la cocina se basa en el haba, el alverjón y el maíz. Platillos como el tlacoyo triangular relleno de haba, alverjón o frijol, el mixiote de cordero o las “blueberries” son obligados… Me presenta Miguel a Alberto Olvera, descendiente de una rancia familia relojera, quien me muestra una de las piezas estelares de su colección, un reloj español del XVIII… Pero, ¿por qué esa obsesión cronométrica? Por el cerro de Nepopualco –apunta Miguel-, el lugar ritual donde se “contaba” el tiempo en tiempos prehispánicos. Rematamos la mañana en el restaurante Mirador, arrojado sobre las vertiginosas y verdes barrancas de Zacatlán… Queso asado con tortilla y salsa verde, mixiote de cordero, tlacoyos topeados de queso y cebolla, frijol refrito, filete asado…

Al día siguiente desayunamos con jovialidad los afamados panes de Zacatlán (dulces, ensoñadores) que compramos el día anterior. Ya no los podré olvidar. Brutales, hechos en antiguos hornos, “a la ancienne”, rellenos siempre de queso fresco: almohadas y morelianas, burras (con ajonjolí), pellizcadas, muertos (con azúcar morado, típicos del día de los muertos)…

En donde, por fin, llegamos a Puebla de Zaragoza
Aunque hemos regresado al DF, al día siguiente ya empacamos para dirigirnos a la capital de Puebla, a Puebla de Zaragoza, la ciudad “señalada por los ángeles”, según creencia popular. Y, créeme, no resulta tan descabellado el mito cuando la paseas…
La salida del DF es, como siempre, una escuela de paciencia… Pero tras el largo infierno asfáltico de Iztapalapa (el maldito GPS nos la ha jugado por la “hard road”), la autopista (eufemismo que se usa en México para denominar carreteras por los que incluso atraviesan peatones, bicicletas y todo tipo de vehículos, y sí, son de pago) nos conduce finalmente a Puebla. Bienvenidos al barroco.

Unos someros apuntes históricos: Puebla fue construida para la elitista nobleza española por estar estratégicamente situada en el camino obligado desde el puerto de Veracruz hacia la ciudad de México. De hecho, los indígenas no podían vivir allí, y es que…. Aunque la idea original era convertirla en la capital de la Nueva España (México era un puto pantanal), el objetivo nunca se logró. Puebla, no obstante, fruto de sus acaudalados e influyentes habitantes, se convirtió no sólo en ejemplo urbanístico –calles rectilíneas, perfectas, pensadas incluso para que los transeúntes caminaran siempre en la sombra-, sino en el decorado idóneo para el alucinado estallido barroco a la americana, lo que se puede ver (y admirar) en su catedral, rodeada de ángeles, y, muy especialmente, en la Capilla del Rosario en el Templo de Santo Domingo. Y en todo su centro histórico, Patrimonio de la Humanidad y paseo de onírica belleza que nunca quisieras terminar… Puebla, a día de hoy, perfectamente restaurada y conservada, con ese sabor a sueños pretéritos, orgullosa asimismo de sus nuevas áreas de rascacielos y brillos lúdicos, se está convirtiendo en el emergente destino turístico de México, no sólo gracias a su colosal acervo histórico, sino también (muy especialmente) debido a su cocina barroca, una compleja hibridación de la cocina española de la época, la gastronomía prolija de los conventos y los coloridos gustos indígenas. Todavía poco conocida, la culinaria poblana es, sin duda, una de las más vastas y prometedoras del país, tanto sus infinitas recetas tradicionales como en sus descaradas actualizaciones a manos de las nuevas generaciones de chefs. Puebla se mueve…
Pero aguarda ya a mis huesos cansados el hotel Colonial, establecimiento mitológico (antes llamado hotel Jardín) porque desde uno de sus balcones Francisco Madero –primer presidente revolucionario- inflamó la revuelta. “La democracia es el único camino para llegar al poder”, gritó a los más de 20.000 poblanos que se congregaron allí. A partir de esta soflama, su nombre se hizo nacional… Luego… Otro viaje, amigos, ¿no?
En donde comemos los famosos chiles en nogada (¡y los moles!) de El mural de los poblanos
Chiles en nogada. El emblema gastronómico de Puebla. Tanta es su fama, que son legión los mexicanos y extranjeros que, en estricta temporada (sólo de finales de julio a septiembre) viajan a la ciudad para comerlos en tantos restaurantes como sea posible. Se comen al mediodía y a la noche; hoy y mañana… La idea es hartarse hasta el año siguiente y llenar el “carnet”. Cuenta la historia (documentada) que la receta fue creada por las monjas agustinas del convento de Santa Mónica. Fue en ocasión de la visita a Puebla de Agustín de Iturbide (el 28 de agosto de 1821), quien volvía desde Córdoba (Veracruz) tras firmar y consumar la independencia de México –más tarde se coronó emperador del país, aunque eso fue también, luego, su condena de muerte-, fecha que además coincidía con su onomástica. Las monjas quisieron darle un homenaje gastronómico. Y bien que se lo dieron, fe de dios: chile poblano relleno de un guiso de carnes de res y puerco –la versión canónica obliga a que las carnes sean picadas a cuchillo, aunque hoy muchos cocineros la pican a máquina, más fina-, y de diversas frutas (plátano, manzana, pera, durazno) también cortadas, capeado (rebozado) –aunque hay quien los prefiere sin el capeo, sacrilegio para los tradicionalistas-, cubierto generosamente de una crema de nuez de Castilla con toque de almendras (ahí está uno de los puntazos: la nuez se recoge en esta época, y tiene un sabor mucho más acentuado) y topeado de granada (también de la misma temporada) y perejil. ¡Hey! Y el toque de jerez. ¡Anda qué no! Los más agudos habrán observado que el plato expresa la bandera tricolor mexicana (blanco, verde y rojo), el estandarte, por cierto, que portaba el ejército Trigarante comandado por el amigo Iturbide. Chiles en nogada…
[N. del A.: Perdón, salgo un momento al Chiringuito Escribà de Barcelona a celebrar el “cumple” de mi amigo Siggi.]

El mural de los poblanos (vuelvo a México) es como la sacristía del chile en nogada. Porque ocupa parte de los que fue el palacio episcopal de Puebla –lo que fueron los jardines-. Desde el balcón del privado en que nos han ubicado –gracias a los amigos (hermanos) Lupita y Henry-, el “capitán” (“maître”) me platica sobre el restaurante, que más allá de su fama genérica, se enorgullece de trabajar bajo el lema inflexible del comercio justo y local, de promocionar el vino mexicano, de fomentar el mezcal. Por cierto: aunque todavía no es oficial, Puebla va a formar parte de la DO del mezcal. Tremenda injusticia hasta ahora que Oaxaca ocupara en exclusiva una denominación que también pertenece a Puebla, por geografía, tradición… y calidad. “Well done”, Irving.


Liz Galicia, poblana, chef del restaurante, está ya en tensión. Molante tu tinga de pollo, Liz. Las chalupas, hechas a mano, “bien sûr”, vienen en verde y rojo. Con carne deshebrada de falda de res. Luego llega la sopa de frijol con chicharrón crujiente y tropezones de aguacate, queso fresco y chile chipotle. ¿Y los tacos de chicharrón prensado? Taco sudado, güeys, dentro del tamal. Todo oropel (es broma), sin embargo, ante el gran momento: chile en nogada. Aquí lo hacen finamente capeado, con presencia cierta del jerez, intenso, acentuado. Más y más ¿Puede traer más nogada, señora? Es normal pedir más órdenes de salsa, no flipes conmigo.

La exuberancia del platillo, una “folie” de potencias y sutilezas, no va a acabar sin embargo con el menú. Hoy soy mexicano, “bro”. Tostada de chapulines para delinear el meridiano… Porque, ¿qué te crees? Falta el otro “must” de Puebla: el mole. Ciertamente, el mole es el gran sinónimo culinario de Puebla y una de las elaboraciones que han hecho de esta ciudad mito gastronómico mundial. La cosa viene de antes de Cortés. El “mulli”. Un potaje a base de pavo (guajalote) y chocolate. Pero más ajustada a verdad –en el sentido moderno- es la versión que atribuye el mole bien a las monjas de Santa Rosa o a la dominica sor Andrea de la Asunción. Ambas historias, claro, en Puebla. Pero heterodoxos somos, y entendemos que el mole es una evolución molida en el metate. “Se muele con cacahuate, se muele también el pan, se muele la almendra seca, se muele el chile y también la sal; se muele ese chocolate, se muele la canela, se muele pimienta y clavo, se mueve la molendera…” OK, Lila… Pero el mole es poblano. Y en El mural de los poblanos no se andan con gilipolleces: de pipián (pepita de calabaza -mejor acaso “pepián”-) verde; de pepián rojo (con chile ancho); el poblano (achocolatado, dulce); el manchamenteles (con frutas), y el “adobo”, con chiles secos y muy picoso. Una explosión de impactos organolépticos, todas las sensaciones en la boca, colegas, que tomamos con carne de pato, que es lo tradicional… Después, con el capitán, nos demoramos en los frescos del mural, protagonista en el comedor de todas las celebridades históricas de Puebla…
Esta tarde acabó en la terraza del hotel Royalty, sobre el impresionante zócalo de Puebla, sus arcadas llenas de bares, restaurantes y sonidos, la catedral y sus luces en frente, y las mágicas historias de Ray Bradbury bailando entre los hielos de los combinados… Y…
(Continuará)