Hace siglos que sin sutileza los cántabros vienen tirando, peñas abajo, hacia el sur. Estableciéndose al calorcito de su sol y a la claridad de su luz. Montando aquí vida y milagros. Jándalos nos llaman y somos, desterrados en nuestra amada tierra andaluza con un profundo sentir por la tierruca: sotileza perediana.
En tal condición y con la excusa de comer carne de la montaña, el pasiego Cobo nos dio cobijo en su hostería jándala de El Puerto. Germán Germández de la Germanera, es decir, Lavín, fue en convocante. Un cántabro que ejerce de tal porque puede y lo es, un tipo encarnizado que dedica su tiempo a vestir y desvestir vacas, un pata de cochino duro, un montañés enternecido de tanto tantear las espaldas dónde éstas pierden su bello nombre en canal. Un conocedor y veedor del bovino a quien no se le va el ojo detrás de cualquier res hembra, que pocas merecen y hay que saber buscarlas en los praos donde pazcan, piropearlas, hacerse con ellas y conquistarlas.
Lavín trashuma con su ganao deshaciéndose en km. Y es visitador asiduo de Andalucía. Un cenote de aúpa para homenajearnos y rendir honores a sus altezas las chuletas del noble linaje de las Pardas Alpinas. Desde su Castillería acudió Juan Valdés, el que anda sobre ascuas, gaditano de querencias sandanterinas y maestro asador a quien nadie por estos lares conozco iguale en su apabullante dominio y maestría en el difícil arte y oficio de asar la carne.
Una vez más lo demostró con esas espléndidas chuletas sin apenas entreverar, reposadas y atemperadas lo justo para que su consistencia oponga al diente la resistencia suficiente para saber que es carne lo que se come. De grasa amarillo maíz cuajada por el punto del calor y cochura exactos y recubierta de una película exterior tostada y caramelizada que la encierra para que no se desparrame.
Tacto untuoso, auténtico sabor y olor a pan y mantequilla pura que nos trae a cabeza, corazón y estómago esa emoción que nos embarga al cruzar El Escudo y hollar suelo montañés, ver en verde y sentir su mezcolanza de sobaos, hierbas, nata, boñigas, quesadas y quesucos. Y es que la impronta de esa leche que mamamos no nos la quita ni la madre tierra que nos parió.