Podemos asegurar que según todos los indicios y pruebas fehacientes, en pleno siglo XXI el Homo sapiens, ha perdido el discernimiento, el conocimiento necesario y su relación como especie con los alimentos que ingiere, tanto para subsistir como para disfrutar en algunos casos de un placer efímero.
No hablamos de ese saber vital transmitido en una sociedad prehistórica, que enseñaba a elegir la presa más asequible a batir, o que frutos o setas del bosque debíamos evitar por su toxicidad. Me refiero al conocimiento que había perdurado hasta prácticamente el siglo pasado y que se había transmitido en el corazón del hogar, donde abuelas y madres traspasaban esos saberes a su descendencia para que supieran elegir los productos más frescos, en su punto optimo, o el saber comprar en temporada y conservar para consumir en momentos menos asequibles, mirando la relación calidad precio y sabiendo sobre todo qué variedad o especie era mejor para cada elaboración. Estos conocimientos eran grabados a fuego, incorporados de por vida, sin ser necesariamente un gran chef. En casa se sabía comprar, ir al mercado y llenar el cesto para poder alimentar a la familia de forma cordial y rica.
Algo falló tras la industrialización, el esperado estado del bienestar, los nuevos modelos familiares y la forma de conciliar la vida en casa, que hizo necesario la entrada de un par de sueldos para sobrevivir al día a día, así como la gestión del patriarcado y el papel de la mujer que cargaba con el peso de las tareas de la casa y la crianza. Todo eso sin entrar en un debate sobre si antes se vivía mejor o peor. Hay mucho que hablar sobre eso, porque influye en el hecho de que la cocina sea contemplada como un lastre y una obligación que nadie quiere asumir.
En este pequeño análisis sociológico nos vamos a quedar únicamente con la desconexión del homo Sapiens con el producto y el desconocimiento de muchas de sus funciones. Esta hipótesis se sustenta en algo tan causal y plausible como entrar en un supermercado y observar. La ignorancia y desconocimiento es tan obvia que ha hecho saltar las alarmas de los grandes y filantrópicos abastecedores de nuestro sustento, que han creído oportuno instruirnos y guiarnos de la forma más pedagógica que han podido idear para que podamos identificar los productos y resolvamos sobre todo el gran enigma de cómo usarlos.
Si nos deslizamos por los pasillos de un gran supermercado con nuestro acorazado rodante, podremos darnos cuenta de su estoica labor. A un lado, lineales refrigerados con cortes de carne que nos indican su función, si se recomienda para rebozar, para guisos o para hacer a la plancha o barbacoa. Sin hablar de los que nos facilitan la vida, ahorrándonos algunos procesos culinarios, como los que se ofrecen empanados, listos para freír o ya fritos para que no nos salpiquemos con el aceite caliente, que es muy peligroso y mancha la cocina.
Una de las cosas que más me sorprendió hace años y que me parece que muestra bastante bien el momento en el que nos encontramos, son las hamburguesas, ofrecidas ya instaladas en el pan, convenientemente plastificadas y listas para calentarlas. Es brutal poder tener así, en un clic, una hamburguesa, el bastión en la carta de cualquier gastrobar.
El lineal sigue con preparados de marisco para hacer paella, que lastimosamente no pueden servir para nada más, al lado de los tetrabriks de caldo de pescado o el preparado compuesto por hueso de jamón, rodilla de ternera y huesos en salazón de cerdo para hacer un buen caldo que habitualmente se presenta al lado de los vegetales necesarios para completarlo; una bandeja con muchas ramas de apio, un par de zanahorias, un trozo de chirivía, puerro… O el preparado para hacer cocido o fabada, con una selecta selección de productos que son mano de santo: chorizo, panceta y morcilla.
La sección de los vegetales es quizás la más pedagógica. Proponen mallas con instrucciones precisas. Las patatas son un ejemplo. Ya no existe el concepto nuevas o viejas; el tema es mucho más práctico y podemos elegir entre patatas para freír, guisar o asar, `para guarnición o ensaladas. Solo es para gente con conocimientos básicos de cocina. Para quienes no disponen de estos mínimos, ofrecen patatas ya hervidas y peladas o, en la parte de los congelados, unas listas para freírlas directamente; en la nueva freidora de aire, por supuesto.
La pedagogía es desbordante en frutos como el tomate. Indican los más adecuados para hacer en ensalada, los que nos pueden servir para guisar o los de untar. La practicidad llega en forma de recipiente con tomate rallado, para no tener que molestarse en cortar la pieza por la mitad y frotarla sobre el pan de forma irregular y un tanto vulgar. Agradecidos por no tener que distinguir las naranjas ‘para zumo’ de las que no valen para zumo, habitualmente denominadas ‘de mesa’. Es un concepto interesante -naranjas de mesa- que tal vez merezca una reflexión. ¿Existirán los limones de mesa? Siempre me he preguntado qué pasaría si tuviera la rocambolesca idea de hacer zumo con una naranja no catalogada para hacer zumo.
Cuantas vidas habrá salvado este preciado conocimiento que diariamente facilitan los supermercados, el ‘agitar antes de usar’ debería entrar en los libros de historia de la gastronomía como el gran avance que supone en la conceptualización de la comida moderna. Sin duda una respuesta eficiente y necesaria para la desconexión, porque realmente no sé encontrar otra ¿Vosotros sí?