El Bulli está en Cala Montjoi, en ese lugar improbable tan bien retratado en el laberinto de curvas que decora las bolsas del restaurante. Pero mi Bulli está en un lugar más remoto, en mi interior, en mi cabeza. Mi Bulli es, como la soñada Kadath lovecraftiana, un principio y un final de camino. Mi Bulli es ese viaje iniciático que sin embargo es un regreso a la pureza del no conocimiento, del asombro esencial, acaso el reflejo más cegador de lo que algunos iluminados han intuido siempre como felicidad. Mi Bulli es distinto a todos los Bullis que habitan en otros, porque cada uno tenemos un Bulli que es diferente, producto de geometrías distantes delineadas en lo más íntimo.
Mi Bulli es mío. Y sólo puede ser mío. A veces lo provoco con otros Bullis ajenos, lo comparto desaforadamente en rutas apasionadas o lo visto con colores prestados. Pero mi Bulli, el de verdad, sigue teniendo la dilación de mi transcurrir entrópico, el anhelo impredecible, la ilusión infinita.
MI Bulli es un día brillante y limpio que no pertenece ni al tiempo ni al espacio. Es una autopista transfigurada. Es la mano de mi amor en el muslo mientras la indicación de Figueres se pierde en el retrovisor.
MI Bulli es pasar por el Mas Pau a abrazar a mis amigos, que son mitad mito mitad calidez. Toni, Xavi, Artur. Es sus besos y sus abrazos y su botella de champagne presurosa. Es también ese desayuno con ibérico y champagne moroso en la habitación después de la epifanía, en esa mañana del Mas Pau siempre distinta, vestida de sensaciones nuevas todavía vibrantes y por donde se empiezan a colar los aromas del Empordà real que no obstante se empeña en fluir oníricamente entre el mito y la calidez, más allá de la realidad.
Las curvas y las curvas se enroscan una vez más en mi Bulli, y esa senda sinuosa y pirotécnica que ni la noche puede ocultar estalla por fin en el rumor de la grava bajo mis pies, un sonido que es la certificación acústica de la maravilla.
Y entonces los Bullis, los reales que brillan en los ojos de los comensales y los cuánticos que juegan en mi interior, se solapan y me transportan a un mundo fronterizo, donde no existen ni leyes ni reglas.
Porque Ferran ya no milita en la vigilia. En hombros de gigante, ha soñado nuevas álgebras sensoriales que son metarelatos en Mi Bulli. Dueño del continuum, fabrica y elabora, inventa y destruye, recrea y fabula. Es el demiurgo impredecible de las texturas y las sensaciones, con las que juega como un niño del futuro de inextricable sabiduría y límpida curiosidad. Los cactus y las cañas son un lounge cosmopolita. Las materias primas se deshacen en el aire. Las formas se reconstruyen y adquieren nuevas autenticidades. Los sabores se desencajan en universos paralelos. Los productos viajan sin freno a paisajes donde crecen nuevas simbologías. La belleza se torna agresividad y la violencia armonía.
Ahí está mi Bulli. En ese malabarismo cósmico y en el pellizco de Juli, que no me despierta al mundo sino que me dispara a mares de extraños colores. Y en la presencia elíptica de Albert. Y en LLuís y Lluís, porque cuando nos miramos sabemos de ese hilo tenue que nos ha llevado en volandas por la historia, por el sueño. Y en David y en Freddy. Y en Oriol y Eduard. Y en todos los que, cada día, urden nuevos Bullis con «el tejido de los sueños».
Es sábado por la tarde y la indicación de Figueres desaparece en el retrovisor, esta vez del otro lado. El coche canta «It was one of those nights, when you turned out the lights and everything comes into view; she was taking her time,
I was losing my mind, there was nothing that she wouldn’t do; it wasn’t the first, it wasn’t the last, she knew we were making love; I was so satisfied, deep down inside, like a hand in a velvet glove…»
Y pienso en todos los Bullis que son mi Bulli…