Nos la ofreció Ana Saura, propietaria del Icho y experta en cocina japonesa, una vez en su imprescindible restaurante y otra en BCN Vanguardia durante la pasada Alimentaria. Las dos veces comparábamos prestaciones palatales de carnes bovinas extraordinarias.Y las dos veces su sabor me llevó años atrás, en busca de aquel tiempo perdido de aprendizajes y descubrimientos (la memoria es un valor añadido porque en el pasado fuimos jóvenes)…
El Señor Hirata estaba muy contento. Agradecidos por dejarnos disfrutar de su preciosa casa en la bahía de Ise, dedicamos casi un día entero a prepararle un banquete. La paella era inexcusable y por suerte nos salió bien. Tanto o más le entusiasmaron las gambas al ajillo y las almejas a la marinera del aperitivo, o los calamares rellenos y el pollo rustido con piñones y ciruelas que siguieron. El Señor Hirata, padre de nuestro amigo cocinero Jiro, trabajaba para la industria local de perlas cultivadas. Tenía una lujosa torre no muy lejos de la sede de Mikimoto Pearls, con un invernadero anexo lleno de orquídeas tropicales. Para corresponder a nuestro gesto -la hospitalidad japonesa se basa en una dialéctica infinita de obsequios- quiso invitarnos a los mejores restaurantes de la zona. Comimos fugu y otras viandas de las que sólo habíamos leído, asistimos a la minuciosa preparación de mochis donde proveen al Emperador, visitamos barras de sushi para saborear erizos y pescados que aún se movían. Nos hacía especial ilusión probar el mítico buey de Kobe porque conocíamos su fama. Sabíamos que al ganado le daban cerveza y masajes con sake para relajarlo y perfumar sus carnes. Además, en las tiendas de Tokio habíamos comprobado su escandaloso precio, inalcanzable para unos mochileros como nosotros.
El Señor Hirata nos dijo que esa noche iríamos a degustar un shabu-shabu y nos servirían una carne de la región aún más delicada que la de Kobe. Las finas láminas de lomo lucían impúdicas su grasa entreverada. Deliciosa carne de Matsusaka, jugosa como el deseo, tierna como el recuerdo