Madrid en mi Midori

Club Allard, Nikkei 225, Un lugar…

Mira que me lo venía diciendo Luchini desde hacía tiempo: “tienes que ir al Club Allard, tío, que está que se sale”. Él tenía razón, claro, y yo he perdido unos meses de felicidad. Pero ya puestos en Madrid, y “caliente” de Diego Guerrero, hice también caso a Ana la musa y me dejé envolver por los picantes y los champagnes de Nikkei 225. A Cristina y a Aladino, tras esas dos sobredosis de certidumbres madrileñas, no les costó ya nada “volarme” hacia Un Lugar, donde la carne es Dios y el “espíritu graso”. Estas son algunas de las impresiones que quedaron, después de la refriega, recogidas en mi cuaderno Midori. No está todo, aunque…

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La pecera

El Club Allard responde, desde su misma entrada –portero con vídeo-vigilancia, discreta entrada-, a lo que uno se espera tras su nombre. Lujo sobrio, privé, refinamiento ambiental… En la cima de todo esto la “pecera”, el comedor privado justo al lado de la cocina, desde cuyo cerrado interior se oye el fragor de la operativa frenética… Lástima que sólo se pueda oír y no ver… Entonces entra Diego y, como por arte de birlibirloque, la pared sólida se hace transparente y aparece, estallante, la cocina entera frente a nuestros ojos. Cristal polarizado de alguna suerte, naturalmente, que responde al mando oculto en el bolsillo de Guerreo.

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Mini babybel.

Este detalle efectista será el inicio de un menú que juega con piruetas y equívocos, con sabores y texturas que son lo que no son o sí. Una cocina en constante tensión visual que se surte de técnicas bien conocidas pero que en manos de Diego adquieren personalidad propia. Sin tiempo a respirar –pero sí a descorchar un “olvidado” Ratiño-, se nos conmina a mojar la tarjeta de presentación ubicada en la mesa en una mayonesa de merquén. Tras comernos la “business card”, siguen los espejismos comestibles con la trufa de caza sobre serrín de foie gras y setas envuelta en humos con recuerdo a bosque, a tomillo… No pararemos de sorprendernos ahí. La hoja de caviar (caviar en texturas, en realidad) llega con una crema de coliflor, en inevitable homenaje a Robuchon. El ”mini babybel” de Camembert trufado es otra risa engañosa; pero una risa repleta de exquisitez. No hay descanso para la mirada: melón con jamón donde las pepitas son… cómelas, amigo. La “tapa” de pez mantequilla es, además de un “saludo” a Ricardo Kabuki, un toque oriental de carácter, cómo no, lúdico: ovulato de algas sobre una lámpara con una vela en el que descansa el sashimi del pez mantequilla y que, si rompe, cae en trozos en una sopa sukiyaki (calentada por la bujía), recreando la integral de sabores. Excelso. Como el papillote de setas y verduras, boscoso, potente, alegre, pulcro… La cococha de salmón ahumada (una osadía de Diego) es el compromiso metafórico de la cocina de Guerrero: solidez en las combinaciones y hechuras pero sin renunciar al guiño. Se presenta con un caldo corto de azafrán, erizo, espuma de coco y unas “pinzas” de banana con sabor a “crab”. ¡Yeah! El huevo con pan y panceta, uno de los viejos “hits” (copiadísimo) de Diego y que es en verdad un ravioli explosivo sobre una crema ligera de patata. Rejo “funghiformis” (setas que crecen en los árboles cuya textura es asombrosamente parecida a las algas, incluso a las angulas), una composición con distintos vectores de fruición. Mero salvaje al horno con ajoblanco de ajo negro, caldo de sus espinas y pu-her de canela y limón. Armonías, fusiones… Cordero lechal con “crumble” de tandoori, el espectáculo sápido. Hendricks, pepino y rosas como prepostre. La “pecera”, postre paisajístico con peces, mejillones, corales… Y el “huevo poché”, claro, otro de los “clásicos” de Diego que sorprende no tanto por su sabor sino por su afilada perfección formal.

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El huevo poché.

Los “petit fours” surgen de la relajante niebla budista mientras descubro que Diego, cuando sueña, lo hace como yo, en los melancólicos blues del Delta… “You better come on in my kitchen baby, it’s goin’ to be rainin’ outdoors…”

Nikkei 225, criollos somos

Me gusta Madrid por su cosmopolitismo sincero, no impostado. Ya hace años que la capital posee varios restaurantes “étnicos” verdaderamente importantes por su naturalidad, su autenticidad y su compromiso. Ya hace años que la capital posee una clientela que come el sushi, el curry o los chiles más incendiarios como si tal cosa. Esta sensación -la normalidad absoluta ante elaboraciones ajenas, potentes, sin disimular o “europeizar”-, que contribuyeron a crear Estanis, Pablo, Ricardo, David y otros, es clamorosamente patente en el Nikkei 225, donde una clientela business (traje y corbata estrictos) y high (señoras de cabellera hierática y brillos dorados) se afana con los “sticks” y unos sabores verdaderos sin que, sorprendentemente, les cambie el gesto ni el comentario. Mola. Porque la cocina de Luis Arévalo, el chef, no vende exotismo barato sino luminosidad criolla. Y más todavía porque Lai Rueda, el director, es capaz de maridar esa mezcla de Japón y Perú y más con una carta de champagnes de pequeños productores de altísima tensión. Otra de las señas de identidad de ese Madrid opulento pero inteligente… Entremos, pues, en este Nikkei 225 y mezclémonos con los comensales…

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Las ostras.

Para entrar conviene epatar: Chartogne-Taillet Sainte Anne. Ravioli relleno de ají de gallina y salsa de ajoblanco (elegante suavidad); ostras con salsa “tozazu” (chispeantes); tiradito de vieira en salsa “bloody mary”. “Gyozas” con langostino. “Korokke” o patata encroquetada con cangrejo real (sofisticación ensoñadora).
“Rosé” Allier. Bien. “Usuzukuri” de toro con perlas de aceite de oliva y picada de tomate (delicadeza y extravagancia con recuerdos de Kabuki, donde Arévalo trabajó).

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El sushi.

Marie Courtin Resonance. Ceviche de erizo de excéntrica generosidad con base de manzana verde, calamar y algas con salsa de mandarinas. ¡Grande! Cangrejo real a la plancha con vinagreta de ají, miso y ají panca.

Charlot Tanneux Millesime 2006. ¡Frescura! Sushi, colegas: entraña de buey con huevo de codorniz; pez mantequilla con adobo de anticucho; “guncan” de anchoa, chutney de tomate, aguacate y crocante de tempura (sí, sí, sí). Chupe de gamba roja: tíos, duele de onírico y bélico, y en estos momentos siento la terrible nostalgia… El caldo al curry, la gamba brutal…

Fleury 95. Tira de asado de Kobe a baja temperatura glaseado con chicha morada. Tarta de manzana marinada en lemon grass deconstruida con helado de comino y mermelada de higos.

Luís Arévalo, hermanos. Lai Rueda. Nikkei 225. ¡Qué tarde aquella, Carlos!

 

Un lugar o las maravillas de Aladino

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Nino y el gran Aladino.

No me ocurre cada día conocer a un tipo como Aladino. Menos todavía que me lo presente Cristina Sánchez, ilustrada amazona con la que galopé huertas y noches murcianas recientemente. Aladino, pues. Aladino Juan. El Aladino de Cárnicas Lyo, “man”. Lo conocí a Aladino ese día en una esquina ventosa de Madrid, cierto; pero su carne la vibré mucho antes, con Albert Adrià, en una tarde de terraza Tickets privada en la que probamos cocciones y cocciones de ese buey improbable que toca Aladino. Así pues, Tom Tom y a la búsqueda de Un lugar, ese restaurante de Castellana remota que es, además de espectáculo riojano, escaparate teatral de las gloriosas carnes de Aladino y su hermano Óscar. Un lugar. Y Nino, claro, el propietario. Tradición de La Rioja sin adjetivos. Parrilla sin concesiones: a los mandos, Javier Astarbe, con 45 años de oficio en Astigarraga. En las cámaras (y en una vitrina casi pornográfica en la entrada), sólo buey gallego (no cabestro, no) y vaca gallega vieja mínimo 8 años (no importación, no) de Lyo. ¿Quién me había hablado de Un lugar? ¡Ah, sí! Luchini…

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La chuleta.

Comencemos finos, que luego la cosa irá fuerte, os digo. Cremita de patatas a la riojana. ¿Champagne? Um, sí… Menestra de verduras “a la riojana”, o sea, con la salsa de las propias verduras muy ligada. Otro rollo, menos limpio acaso, más “cañoso”. La Rioja sin misericordia. Como los boletus salteados, igual. Unas gambas, por qué no. Pero hoy no es día de mar; hoy es la liturgia final de la carne. Puto buey. Hasta el fondo. Hasta la extenuación. Chuleta de casi cuatro kilos, con cuatro meses de maceración, atemperada desde hace cuatro horas… A pesar de que en Un lugar la orgía puede contar con todos los cortes posibles del buey, hoy aprenderé, de la misma mano de Aladino (me va ofreciendo, con su propio tenedor, todos los recodos grasos de la chuleta macanuda para “volar” con los diferentes y siempre suculentos matices, “come esto”, “esto sólo chúpalo”, siente la complejidad de…”), que una chuleta es un universo completo, un cosmos lleno de galaxias llenas de estrellas llenas de planetas llenos de colores… Fatigamos las carnes y las grasas sin importar ya nada, los ojos y los dedos brillantes, y acabamos mordiendo a pelo, ebrios de gozos atávicos, en trance innombrable, el mismo hueso… El delirio…

Queda tanto por probar, morder, succionar… Hablamos de las hamburguesas (ya estoy tardando), de 280 gramos, a la parrilla de cepas riojanas, sólo tocadas con Flor de Guerande… Y apuramos el último champagne…

La despedida es dura, porque puedo intuir lo que sería esa tarde con Aladino, Nino y Cristina… Y sé que me gustaría. Pero no hay más remedio.
“¿Sabes cómo sé si un buey está bien capado?”, me suelta Aladino ya en la calle, “lo cojo por los huevos de golpe y si no da ni un respingo lo compro”. Tralla, tralla. Carne en serio. “Si no está bien capado, Xavi, la carne es más dura, de sabor más fuerte, menos infiltrada”.

Creo que me queda mucho por hablar y vivir y beber con Aladino…