La mejor mesa

En un rinconcito discreto, para observar sin ser visto el espectáculo de variedades que puede llegar a ser un restaurante. En medio del comedor, donde todo el mundo le vea, para ser el protagonista de la función. Cerca de los ventanales, para admirar las vistas. Al fondo de la sala, lejos de las miradas de los curiosos. Al lado de la puerta, para salir a fumar o atender una llamada importante. Apartada de la puerta, para evitar corrientes. Junto a la cocina, para curiosear. Lejos del trajín de la cocina. Grande y espaciosa, pequeña y recogidita, redonda, cuadrada o rectangular, cada momento y cada persona tienen una mesa ideal.
Mientras que lo que sale de la cocina es, a priori, lo mismo para todos sus clientes, su ubicación en el comedor puede condicionar – y mucho– el sabor de boca que deja el restaurante. El objetivo parece sencillo pero no lo es, el anfitrión debe saber leer las expectativas de cada cliente y conseguir, ahí es nada, que todo el mundo tenga la sensación de que su mesa es la mejor. Sin embargo, cualquier fórmula para acometer esa tarea con criterios de equidad está condenada al fracaso.
 ¿Es más justo otorgar el lugar de honor a un cliente desconocido que hizo su reserva hace varios meses o guardárselo a esa parejita que viene a comer todos los domingos? ¿Hasta qué punto adquiere derechos el cliente regular sobre una familia que quizá no frecuenta la casa, pero que hace un esfuerzo para celebrar allí una ocasión especial? ¿Es el orden de llegada una regla infalible o sujeta a cierta flexibilidad? ¿Hasta qué punto influye la indumentaria o la compañía en el lugar en el que nos coloca el maître? 
Hoy, cuando la mayoría de establecimientos gestionan las reservas mediante una aplicación informática, esa tarea crucial de asignar cada nombre a cada mesa solo puede realizarla con verdadera puntería un cerebro humano, siempre y cuando muestre algo de intuición y empatía. Hay quien puede no valorar como se merece un trato de favor y quien tiene la capacidad de convertir una mesa incómoda en la mejor, quizá porque había perdido la esperanza de sentarse siquiera.

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