Invita la casa

Dejo comanda

Están ustedes invitados al café y un licorcito», anuncia el camarero con una sonrisa. Puede que la cuenta tenga varios ceros y lo regalado suponga una proporción ínfima del monto total, pero hay algo en esas palabras que suena como música celestial para los oídos del cliente. No tanto porque una pequeña parte de lo que acaba de disfrutar le vaya a salir gratis, sino por la sensación de complicidad que se genera entre la persona que se sienta a la mesa y quien acaba de darle de comer.

Esa invitación –no confundir con una suma que se deja de cobrar para enmendar algún error en la cocina o el servicio– es una especie de ‘propina inversa’, que el hostelero otorga a un cliente frecuente, agradable o comprensivo. En ningún caso debería ser una obligación rutinaria, aunque se haya convertido en costumbre exigir al camarero una ronda de chupitos al final de una comida con los amigotes.

 

Hay restaurantes en los que ese gesto sería impensable. ¿Se imaginan al cajero de un ‘fast food’ invitándonos amablemente al postre o al café? Perdón, se me olvidaba que ya apenas hay personas de cara al público en los establecimientos de comida rápida. Todo lo más un descuento o una oferta de dos por uno, que le hacen a uno sentirse como un tragaldabas. En general los grandes grupos hosteleros son poco dados al regalo, por la sencilla razón de que el empleado que nos atiende rara vez tiene poder para hacerlo. La invitación sincera y agradecida es pues un privilegio del negocio pequeño o familiar y, administrada con criterio, puede convertirse en una valiosa herramienta de fidelización.

 

Ya retirada de los fogones, mi abuela era incapaz de abstraerse al día a día del restaurante, así que se dedicaba a recibir a los clientes en la puerta y pasearse por el comedor, asegurándose de que todo estaba en orden. Cuando veía una cara conocida –algo que pasaba constantemente– se acercaba al camarero de turno para asegurarse de que, en la cuenta, la casa tuviera un detalle. En esas ocasiones la invitación –al postre, al vino o a veces a la comida entera– servía para tejer un lazo casi familiar, mucho más sólido que la mera relación económica. Mi abuelo solía protestar por la excesiva rumbosidad de su esposa, pero en el fondo sabía que aquellos gestos hacían ganar a la casa mucho más que lo que dejaba de ingresar.

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