Hasta el culo Tour (4) - “Salone del Gusto Special Edition”

A partir de ahora, 7caníbales y Xavier Agulló incluirán música y archivos de audio en algunos de los artículos.

Camino Soria pero al revés

La autopista de Soria a Madrid (estrafalario eufemismo fruto de algún resto de amanita muscaria que se debió pegar a los boletus que comí durante mi estancia en la capital castellano- leonesa, que será comentada próximamente en esta sala) es el más fantástico catálogo de obras e ingeniería que se haya visto jamás: conos, desvíos, trampantojos, cambios de sentido, escalones, vallas, máquinas, tierras movidas, falsas señales de gasolineras (con solitarios y tétricos bares cuyos encargados retrotraen a las peores pesadillas ‘slash’)… Un caos vial que convierte la ruta en algo penoso, si no fuera porque Cactus me hace sentir vivo con su Brother Bill. Yo estoy acelerando contra el sol de otoño; él está muerto en el asiento de atrás de un viejo Ford abandonado, «algunos dicen que por la coca, otros por la ginebra…»

Escucha «Brother Bill», Cactus

Hasta el culo Tour (4) – “Salone del Gusto Special Edition” 0
Mikhail Bakunin

Como a pesar de todo vengo de muy buen rollito del congreso de setas de Soria, pongo la COPE para darme un ‘shot’ de adrenalina y mala hostia. No tardo en pillar, efectivamente, una tal Cristina, a la que los obispos retrógrados no han dudado en poner un micro en la boca y una antena para desbarrar en el éter, se queda tan ancha al proclamar, ante la posible cárcel de la Pantoja por sus miserables manejos en la trama marbellí, comentada por uno de sus colaboradores, que la tonadillera mangui «no puede ir a la cárcel porque ha hecho mucho por España (sic)» . Ante la incredulidad del periodista (que ya os podéis imaginar de qué palo va trabajando para un programa de esa calaña), que tímidamente apunta «el principio de igualdad ante la ley», la mencionada fulana remata con desparpajo: «bueno, habrá que hacer un pacto para que no entre en prisión a pesar de todo (sic de nuevo)» . Con canalla de esta índole, me temo, estamos perdidos. Aunque en la otra orilla las cosas no van mejor. Me río con amargura ante las declaraciones perversamente ambiguas de los socialistas catalanes medio negando normas absurdas como la de la limitación de velocidad a 80 en los alrededores de Barcelona, una regla ineficaz (me recuerda al Woody Allen de «Bananas” cuando, al final de la peli, el comandante revolucionario centroamericano promulga el sueco como nuevo idioma del país) obligada por la ortodoxa izquierda que ahora, ante las elecciones, se descara como una pesada y estúpida carga de la que se quieren deshacer con disimulo. «No cambiaré mis principios por un puñado de votos», se ha atrevido a declarar sin sonrojo Montilla, desafiando las inteligencias más standard. A un lado los groseros trogloditas; al otro los que, ya no sé si sólo por morbo, se dedican a buscar furiosamente, a través de las prohibiciones obsesivas, un mundo siniestramente ideal que aborrecerían si no estuvieran en el poder (ellos, evidentemente, no lo sufren). Allí los insultos machistas sin pudor. Aquí la falacia de ‘la vanguardia proletaria’ («nosotros sabemos lo que te conviene”) versión contemporánea. Momentos, por cierto, se me ocurre, para rememorar a Bakunin y a Kropotkin…

Como ya estoy rebotado, vuelvo a poner una radio normal. “La compañía de Steve Jobbs vende más Ipads e Iphones que nunca”, anuncia un locutor. Las manifestaciones contra el ciego capitalismo arrecian en Francia, dice a continuación. “No, mercy”. Parece, amigos, que vuelven tiempos de “poetas hambrientos y niños desangrados”. El viejo blues de Lightnin’ Hopkins –he decido que las noticias me sientan mal y le he dado al play del CD- suena austero en el coche, en la voz de un joven Bob Dylan, más amenazador y moderno que jamás: “mi corazón ha dejado de latir, mis manos están frías, ¿has oído alguna vez el sonido del ataúd? Es que un pobre hombre ha muerto. ¿Me podrías hacer un favor? Cuida que mi tumba esté siempre limpia”.

Escucha «See that my grave is kept clean», Bob Dylan

Ya llegando a los arrabales de Madrid, “Suffragette city” me devuelve a las sensaciones urbanas ciertas, sacudo mis zapatos de carretera y me centro en la voz de Bowie, que me trae a la mente, mientras los polígonos se alejan por el retrovisor, el recuerdo de Juanma Bellver, que ya no está –ejerce de corresponsal de El Mundo en París-, y siento que la capital, allí delante, estará un poco más vacía. Fumo mucho aquí sentado…

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Juanma Bellver

Escucha «Suffragette city», David Bowie

No me busquéis en Torino, no

No sé cómo coño ha sido pero vuelvo a estar en un aeropuerto. Últimamente me siento como un nómada de la gastronomía, un apátrida de los fogones, yendo de aquí para allá en un ‘on the taste’ insensato que me va golpeando de sabores, aromas y texturas con telones de fondo siempre diferentes, incluso exóticos. Me he convertido en un explorador insatisfecho, constantemente en busca de un santo grial sápido que colme por fin mis ansias de emociones nuevas… ¿Cuándo inventarán un nuevo bicho, Ferran?

Hoy, en esa loca carrera, me estoy marchando a Torino vía Madrid, en un sádico vuelo que me va a tomar, por decirlo rápido, seis tediosas horas de mal café y cigarrillos furtivos. El Salone del Gusto debe ser el destino final.

La movida, sin embargo, ya empieza torcida. El chauffeur que me espera en la capital piamontesa se equivoca de hotel y sólo tras recorrer la ciudad dos veces llego por fin al amarillento Astoria, sin tiempo ni de ducharme. Así y todo –soy un optimista recalcitrante- lo intento. Pero, ¿cómo ubicar un cuerpo de 1.86 de altura y 88 Kg de peso en un plato de ducha cerrado de 50 por 50? El grifo se me mete en el ojo, la barra del mando me machaca la columna, la cebolla me castiga la cabeza. Ducharse ahí es puro metal, tío. ¡Menuda invitación la de Slow Food! Más bien parece una maldición… Más tarde los acontecimientos confirmarán esta afirmación.

No hay tiempo que perder, no obstante, si quiero llegar al Pastificcio Defilippis, donde voy a disfrutar de una cena servida por Oriol Rovira de Els Casals gentileza de la organización. La cena, obviamente, resulta espectacular. Desfilan el pan con tomate líquido (cuyo origen aclaro al resto de la mesa), la famosa sobrasada con panal de miel, el bacalao con tomate, el canelón de capón, el arroz con conejo, el impecable cochinillo… Los colegas de mesa no paran de alucinar con este chef que ha elevado lo local a la categoría de universal. Al mi lado tengo a un americano de Pittsburgh, Pennsylvania, un veterano del Vietnam, herido dos veces en el campo de batalla, condecorado y víctima también del síndrome postraumático del que, me dice, todavía se está tratando. Las pesadillas de junglas y vietcongs, de lluvia y emboscadas siguen poblando sus sueños… “I was a pfc on a search patrol, huntin’ Charlie down, it was in the jungle wars of ’65…”. El fantasma de Camouflage, el marine muerto que salva a un pobre soldado de una muerte cierta a manos del enemigo, susurrado en mi mente por la voz monocorde de Stan Ridgway, planea en la conversación. Pero mi compañero, Mr. Millardo, izquierdista, gourmet, prefiere hablar de la actualidad, contándome con pasión tanto las manipulaciones electorales que menudean en Estados Unidos como lamentando que en aquel país aparentemente modélico “ya no exista el periodismo, sino la opinión, y así tenemos a tanta gente que se cree las patrañas de los republicanos y los cristianos integristas”. Curiosamente, el otro día en un avión coincidí con dos peligrosas profesoras de IESE que, con toda la naturalidad, me negaron vehementemente a Darwin. ¡Qué miedo! Me habla también Millardo de David Chang, por el que siente fascinación. “Los mejores noodles que he probado en mi vida”, asegura.

Escucha «Camouflage», Stan Ridgway

Hasta el culo Tour (4) – “Salone del Gusto Special Edition” 2
Oriol Rovira

Al día siguiente acudo al Salone del Gusto. Por la cara, porque no dispongo ni del programa. Llego al sitio y, allí en medio, con colores, aromas, música, baile, gentes, etnias, puedo vibrar con la tierra. El acontecimiento es espectacular, ciertamente. Sin embargo pronto descubro con inquietud que sólo puedo entrar en la feria. ¿Tierra Madre? No puedes acceder. ¿Laboratorios? Están llenos. ¿La vinoteca? Hay que pagar 50 €. ¿Ponencias? Hay que apuntarse previamente. Alucino. Me han invitado a un acontecimiento que, en realidad, tengo en su mayor parte vetado. No puedo ejercer de periodista. Siento, con todo ello, que “no soy uno de los suyos” y pienso que Slow Food tiene demasiados matices oscuros, endogámicos, fundamentalistas, sectarios incluso. Noto una ortodoxia rampante que ni mi amigo Alberto Farinasso, ni Marco Bolasco, me saben explicar. “Es que hay mucha gente”, dice uno. “Bueno, si vienes conmigo…” dice el otro. Al final puedo sólo pasar por la feria (apasionante reunión de productores singulares, muchos de ellos muy notables –pruebo la cerveza artesanal Dora), catar algunos vinos de la reciente marca Slow Wine gracias a Alberto –Lambrusco Grasparossa di Castelvetro Fontana del Boschi 2009, dos Chianti (La Porta de Vertine y Castello di Ama, magníficos) y el Vigna Alla Sugbera, biodinámico, arrebatador… Y poco más. Se impone la retirada por desaparición de suelo donde caminar. No me mola el estilo de Slow Food… Al parecer, he sido convidado a cenar con Oriol Rovira, al que, por cierto, tengo a una hora en coche desde mi casa.

El regreso a Barcelona me ocupa 15 horas. 15. Las apunto aquí para tenerlas más a mano: cambio mi billete de las seis de la tarde vía Madrid por un directo a Barcelona a las 14 horas, que me cuesta un pastón. Salgo a las 11 del hotel. Cancelan el vuelo. Debo esperar hasta las seis para pillar… ¡el anterior! No aceptan mi reclamación. Sale con retraso. Llego a Madrid. Tengo el de Barcelona a las 10 de la noche. Se cancela. Por fin, salgo en el de las 23.30 horas. Me meto en la cama a las dos de la madrugada.

Es decir, usando una expresión de los viejos tiempos lisérgicos, un “mal trip”.

“¡Y luego dicen que el carbón es ‘caru’!”