Genio y figura

Dejo comanda

El mundo está lleno de gente sonriente que es malvada y personas malhumoradas que son tiernas y dulces de corazón”, escribe Mauricio Wiesenthal al deslindar las diferencias entre simpatía y bondad. Ambos arquetipos son viejos conocidos de la cultura popular–desde el obsequioso y pérfido Iago de Otelo al entrañable enanito Gruñón de Blancanieves– pero no siempre es fácil distinguirlos en la vida real.

Aún cuando en hostelería la sonrisa debería considerarse una herramienta de trabajo –como la bandeja o el sacacorchos– conviene ver más allá, pues a veces los mejores profesionales esconden sus dotes tras un gesto adusto o una seriedad impenetrable.

Existe una larga tradición de camareros malencarados o taberneras deslenguadas que, lejos de ahuyentar al público, aquilatan con sus desplantes el prestigio del mesón que regentan. En esos casos se despierta en el cliente una especie de instinto masoquista, similar al que brota en esos números de comedia de escarnio, donde el público se pirra por ser insultado, pues supone un signo inequívoco de respeto. Solo a quien es digno de atención dirige sus dardos el humorista de turno.

Ese maître que gobierna el comedor con mano de hierro pero ofrece un servicio impecable, ese bodeguero hosco que atesora botellas cotizadísimas o esa cocinera malas pulgas que guisa como los ángeles contribuyen, casi por contraste, a alimentar el buen nombre del establecimiento. Su mal humor puede interpretarse como una criba: si uno no es capaz de encajar el primer golpe, quizá no merezca integrarse en la cofradía de habituales. Pero esa aspereza va aliviándose conforme uno se hace parroquiano, hasta tornarse en una broma socarrona que el aludido aprende a interpretar como una carantoña.
Ahora bien, este privilegio del genio y figura solo se tolera con quienes brindan algo realmente especial, sea un guiso excelso, un servicio eficaz o un ambiente dicharachero. El que ofrece a la clientela un condumio mediocre, un vino peleón o una atención deficiente, más vale que supla sus carencias con una amplia sonrisa. Aunque, seamos sinceros, hay veces en que ni todos los “cariños”, “mi niños” y empalagosos parabienes consiguen arreglar una comida de mierda.

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