El mundo está lleno de gente sonriente que es malvada y personas malhumoradas que son tiernas y dulces de corazón”, escribe Mauricio Wiesenthal al deslindar las diferencias entre simpatía y bondad. Ambos arquetipos son viejos conocidos de la cultura popular–desde el obsequioso y pérfido Iago de Otelo al entrañable enanito Gruñón de Blancanieves– pero no siempre es fácil distinguirlos en la vida real.
Aún cuando en hostelería la sonrisa debería considerarse una herramienta de trabajo –como la bandeja o el sacacorchos– conviene ver más allá, pues a veces los mejores profesionales esconden sus dotes tras un gesto adusto o una seriedad impenetrable.
Existe una larga tradición de camareros malencarados o taberneras deslenguadas que, lejos de ahuyentar al público, aquilatan con sus desplantes el prestigio del mesón que regentan. En esos casos se despierta en el cliente una especie de instinto masoquista, similar al que brota en esos números de comedia de escarnio, donde el público se pirra por ser insultado, pues supone un signo inequívoco de respeto. Solo a quien es digno de atención dirige sus dardos el humorista de turno.