Las redes son un buen caldo de cultivo en las que se pueden entremezclar cocineros y gente de sala, restauradores o empresarios del sector, clientes de altos vuelos o de bajo pelaje, opinadores egocentristas o críticos gastronómicos parcialmente imparciales que opinan a borbotones. Recojo el guante de una de esas conversaciones que empieza uno y otros comentan, directa o indirectamente, pero que en ambos casos resultan interesantes.
En este marco se puso en la palestra la evolución de un plato tradicional catalán. El argumento era el siguiente: “Cataluña es el país que ha sido capaz de revolucionar la gastronomía mundial con ElBulli, pero que aun no se atreve a retocar su propia cocina tradicional quitándole las empalagosas ciruelas y otros orejones a su pollastre rostit”. @PhilippeRegol
Philippe, al que considero uno de los mejores críticos de este país, se caracteriza por enseñar siempre las cartas y realizar una valoración muy técnica y referenciada de cada una de las entradas de su maravillosos blog, Observación Gastronómica, abrió un bonito melón. Muchos twitteros ávidos de sangre se le tiraron rápidamente a la yugular, uno de los deportes más arraigados en nuestro país y otras partes del mundo. La reflexión personal es buena, y mas si ofrece la oportunidad de debatir. Es cierto que, como él mismo apunta, Regol es muy insistente en lo referido al dulzor de algunas elaboraciones y defiende disminuir drásticamente su presencia. Quizás de una forma un poco talibánica, pero en el fondo su argumentarlo tiene parte de razón.
Alrededor de este punto se plantea el tema de la evolución de una elaboración y lo que implica. Como apuntaba Toni Segarra en un artículo publicado escasos días después, esta claro que la evolución es algo intrínseco a la cocina tradicional; nadie quiere renunciar a productos incorporados como el tomate o la patata. Los sofritos que se elaboraban para los guisos del medioevo eran parte de nuestra identidad cultural, pero la receta del fricando contada en el Sent Sovi no es lo mismo, según Jaume Fàbregas, hecha con tomate o sin él. En este caso no hablamos tanto de eso. Philippe plantea eliminar productos importantes de una receta, que todavía identifican una parte de las raíces de la cultura gastronómica catalana, ligada a esas bases medievales en las que cobraban importancia el sofrito y el majado. Es probable que podamos hacer evolucionar el pollastre rostit (pollo asado), dándole vueltas al uso de unas frutas pasas muy dulces que quizás generen un sabor excesivamente empalagoso, pero no podemos olvidarnos de ellos, porque dan sentido al pollastre rostit a la catalán.
La diferencia está en la conceptualización de esta elaboración, palabro que define como es la receta y que ingredientes la componen con exactitud. Las recetas cocinadas a la catalana están ligadas a determinados frutos secos y pasos que en este caso la diferencian de otra receta de pollo asado.
No hace falta rasgarse las vestiduras, ni enloquecer como si Argentina hubiera ganado la final. Solo se trata de entrar en un debate sano que finalmente debemos trasladar a los cocineros que quienes pueden recoger tales sugerencias, sobre todo cuando se producen por clamor popular.
Pero igual mareamos demasiado la perdiz y lo que debemos es dejar fluir las modas, los cambios de tendencias o las variaciones en los gustos, dietas y sabores de los clientes que son los que marcan, aun a pesar de muchos, lo que se quiere comer y beber.
Ojalá vivamos una evolución de la cocina tradicional autóctona con tanta fuerza que eclipse el ramen, los tiraditos, los ceviches y otras elaboraciones invasoras. Igual tienen razón los que pregonan que hay que limar esos platos de puchero que nos identifican pero que nadie cocina en sus casas. Si esa es la solución, adelante pues. Aunque creo que el ramen que se repiten en el local de la esquina son también una evolución, muy lejos de la receta tradicional y canónica de la cocina china que desembarcó en el país nipón durante el siglo XVII.