Aunque el nombre que intitula el actual menú de Quique Dacosta en El Poblet es «universo local», bien podríamos, en retruécano virtuoso, epigrafiarlo como «lugar universal», puesto que los grandes localismos de su cocina -el Mediterráneo y el Montgó- han logrado adquirir, en estos últimos tiempos, categoría de «ecuménicos». Gracias, claro está, a la dislocada proyección emocional e intelectual que han adquirido a su paso por el coco de Quique. Quique. Insólita hibridación de atmósferas, paisajes, «castillos interiores», inconformismo, tenacidad, intuición, perfeccionismo. Vanguardia en estado puro. Nada escapa a su voracidad creativa. Con los artefactos que surgen de su taller, a medias con Juanfra; con las técnicas de otros singularmente aplicadas. Con el mar. Con la montaña. Y, por encima de todo, con él mismo. Inquieto y un tanto «oscuro» -en el sentido alquímico de la palabra-, ha paseado por diferentes senderos hasta llegar, este 2009, a posiciones menos ortodoxas, más eclécticas en cuanto a lo ontológico.
El menú de este año no va de nada y va de todo. Yo diría que se lanza sin red al esencialismo en sus diversas variantes, ya sea desde un punto de vista pedagógico ya desde otras geometrías más funambulistas o sorpresivas. Siempre, porque hablamos de un tipo poliédrico en sus conjugaciones, con altas dosis de complejidad que, no obstante, a la postre, no buscan tanto la interpretación metasensorial, que también, sino que son herramientas para llegar al núcleo de los sabores reflexionados de partida. Sabores primigenios. A veces pienso que lo de Quique es la búsqueda eterna de la metafísica marina. «Reproducir la cabeza de una gamba», en sus propias palabras. Lo que ocurre en este caso es que, como en tantos otros avatares de la vida, nos divierte más el camino que el destino.
Charlo con él en el «fumoir». Preocupación por todo lo acontecido en el mundo gastronómico este año. ¿Estamos ante el fin de la civilización? Ambos pensamos que no. Un punto de inflexión, acaso. El cerebro humano es evolutivo, a pesar de los dinosaurios habituales del sector y el PP. Por cierto, me comentan «desde dentro» que Can Fabes, que cuentan que dicen que no para de encadenar «ceros», sigue usando los ingredientes que Santamaria infama en público. Um. Vuelvo al Poblet. «No queremos encuadrarnos en líneas argumentales cerradas», reflexiona Quique, «por eso hemos dado rienda suelta a todo tipo de conceptos; algunos entrarán este año, acaso los más adecuados a los tiempos prudentes que vivimos, otros más osados pasarán al año que viene». Normal. Así y todo, como veremos a continuación, Dacosta va, como siempre, a tumba abierta.

Entramos. Didier Fertilati. Genial. Refinado y lúdico. Altivo y promiscuo. Parsimonioso y dinámico. La perfecta alegoría del maître del siglo XXI. Con él las audacias de Quique se convierten en el «gran juego» de la gastronomía de vanguardia. Y así será a continuación… Evito platos ya muy comentados (trufa del Montgó, Iceberg, Bruma o Maderas) para ganar espacio, ¿OK? Todo 2009. Despegamos pues con la ostra ibérica, un bellísimo y oceánico ejemplar sobre gelée de ibérico semiescondido en rocas submarinas de tinta de sepia al nitrógeno, que ejercen a la vez de suave y efímera espuma sobre las armonías yodadas y saladas que emergen de las profundidades. A continuación, todo un homenaje a la tradición vasca: moshi de salsa verde. El moshi, que esconde tellinas en su interior, se ubica sobre una base de guisantes lágrima y un caldo de los citados bivalvos. Texturas extremas.

Las «hojas raras». Recordando en lo conceptual al famoso «reloj» de las especias de Ferran, el plato quiere, primero, ser didáctico y mostrarnos las grandezas de determinadas hojas. Después, en un alarde de sofisticación de insondable minuciosidad, nos desparrama con armonías y contrastes para cada una de ellas. La hoftunia, con aceite de oliva y aceituna negra; la kalanchoe, con grasa de jamón y tomate; la capuchina, con aceite de tartufo y anchoa; la siempreviva, con aceite de avellana y wasabi; la begonia, con aceite de humo y remolacha; la echeveria, con aceite de aguacate y eucalipto; la majíi, con aceite de nuez y moscatel; la hoja de ostra, con aceite de codium; la stevia rebaudiana, sola… Todo, sobre una fina gelatina de tomate. Una creación hermosa, pedagógica, insultantemente descarada.

Las setas a las cenizas, aunque aparentemente podrían recordar un paisaje, un paseo por la hojarasca otoñal, se apartan en filosofía y resultante del naturalismo y abordan las sensaciones de la chimenea, los humos, las cenizas… Un plato formalmente bizarro que sin embargo en boca nos da la calidez del hogar. Más trallosa en su concepción es la remolacha de mar, oxímoron que delata un mar y montaña de enorme complejidad, donde la remolacha y el erizo juegan a un escondite sápido y textural que nos va llevando del equilibrio al vértigo, de la armonía a lo ignoto. Los corales, en el otro extremo, son una inmersión improbable en aquella búsqueda de la piedra filosofal marina que mencionaba al principio. A través de las sinergias del piélago y las entrañas de los crustáceos, vivimos sensaciones abisales, vivimos la profundidad del mar.

La traca final epitomiza el esencialismo 2009 de Quique. «Rap negre». O, mejor, «‘Rap’ negre». El rape expresado a partir de sus dos glorias: las pieles -blanca y negra- y el hígado. Una media luna flánica con el hígado rebajado al sake rodeado de los satélites ultragelatinosos de la piel. Sin palabras. Masterpiece.
Luego el arroz de este año, claro, ya sabemos… Con hígado de becada a la brasa, trufa y hierbas silvestres. Sin ser tan irreverente como el 2008 -algas-, un 10.
Aquella noche llovió en Denia, y la lluvia golpeando la ventana, el sonido bravo del mar rompiendo en la playa, pusieron la cadencia perfecta a una experiencia gastronómica irresistible…
Al día siguiente… Pero eso será en la próxima entrega.