Mistura en directo

“Gran finale” del viaje a Mistura Perú con dos de las experiencias cumbre vividas: el arrebato del menú-degustación generoso y comprometido de Astrid y Gastón y el sendero iniciático y gastronómico remoto del Machu Picchu. La cocina y la historia, la creatividad y los mitos configurando un país que no sólo es para comérselo, sino para tomar ejemplo global. Hoy probaremos Perú en su totalidad: el Pacífico, los Andes y la selva. ¡Tenemos hambre, hambre!
Pocas situaciones tan confortablemente cosmopolitas como compartir la mesa generosa, lúdica y comprometida de Astrid y Gastón con el señor Hattori y la admirada Akiko. Sentir la fuerza telúrica de los pequeños productores peruanos (sin intermediarios) y la pasión orgánica de sus confines (Pacífico, Andes, selva) mientras la complejidad oriental planea en la conversación… Tremendas sensaciones las del tsunami y la radioactividad (“is in the air, for you and me”) en las palabras y los silencios del amigo Yukio, que sonríe a pesar de todo. Sin embargo, y como más tarde comentamos con Ferran, esta noche, más allá del anecdotario social, vamos a ver en el plato –literalmente- el vehemente discurso de Gastón. Y no es fácil tanta coherencia en un chef, en un gurú. Pero hoy vamos a comernos un alegato que ha cambiado un país. Más de 250 productos distintos de toda la nación van a iluminar el repleto restaurante. Vamos a sumergirnos en la creatividad sonriente de Acurio, en la certificación de que la responsabilidad social y ambiental puede ser exuberante, divertida, sorprendente, mundial. Risas y exotismos. Cóctel del Amazonas con espectacular caracol (dentro de su cáscara), su caldo, cítricos selváticos (cocona, carambola y tumbo) y algas andinas.

Los puntos cardinales comestibles… Ocas (patatas) sobre tierra de aceitunas y nueces con salsa de queso y hierbas. Pulpo “atrapado en un cilindro” con crema de papas amarillas y salsa de anticucho. Cuy (conejillo de Indias) melosamente confitado y con la piel crujiente, es decir, “disfrazado de chino” (por el pato Pekín), servido con una crepe de maíz morado con el que, como es tradicional con el mencionado ánade, lo comeremos enrollado. Choclito “rebelde con causa”: más chonta (palmito) e hígado de pollo salteado. Erizos “de vacaciones” con leche de tigre, cilantro salvaje y algas amazónicas sobre panna cotta de palmito. ¿Y el “cebiche del amor”? Con sus tres leches de tigre “por si no funciona”. El pez sapito y la arvejita “que juntos son dinamita”. Crema de pallares (leguminosa) con chancho en “su versión más elegante”, con salsa de ají panca y canelón de rocoto relleno de morcilla. “Un paseo por el lago Titicaca” en donde nos cruzamos con el cordero, la quinoa y el trigo sarraceno. Y declinamos la patata en el reflexivo “papas con bistec, no bistec con papas”, vindicativo, claro. Merengue y chicha “bailando con yoghourt, mashua y canela”. Canelón coqueto con kiwicha, salsa inchi, manzana confitada, ají amarillo y naranja. Plátanos enjaulados dulcemente con tapioca de coco, helado de queso de cabra, frejol de la tía Rosa y salsa de cacao.
Gran noche.
Rumbo a la ceja de selva

Imagen inverosímil a las siete de la mañana en la brumosa Lima: hora punta de tráfico, un tipo ha salido del coche en un semáforo y ha cerrado la puerta con la llave dentro; un “pasma” se afana con una varilla para reventar la cerradura mientras las colas y los claxons atronan…
Salida a Cusco en avión. Llegada y té de coca para el mal de altura. Entramos, traqueteando sin compasión, en un mundo de paisajes verticales, cielos atormentados y mística latente. Pasamos por Moray o el alucinante invernadero en jardines colgantes en sima de los incas (estamos a 3.750 metros de altura, ¿alguien tiene algo de coca?) y por las salinas de Maras, de donde surgen (aguas saladas en el subsuelo) las sales gastronómicas de Perú. Luego bajamos a Urubamba a comer alpaca y trucha y desfallecemos en el extravagante resort Aranwua, que más que un hotel es un poblado completo. Entro en contacto con la muña, planta andina polimilagrosa que me meto en forma de vahos de su aceite esencial… Mano de santo, amigo…

De Ollantaytambo al Machu Picchu

Sensaciones antiguas y distantes llenan el corazón en este pueblo, de donde partiremos, en el angosto tren, hacia Machu Picchu, “segunda residencia” de los príncipes incas más adinerados de finales del siglo XV. El tren baja, recorriendo los cañones, hacia las selvas húmedas, hacia la ceja de selva (donde empieza) en realidad.
Aguas Calientes, destino final del trayecto, está hundido en las altas montañas escaladas de lujuria verde. Es un pueblo fronterizo, turístico y bullicioso, con perversiones en forma de pizza y hamburguesas pero con glorias étnico-gastronómicas como la pachamanca. La tomaremos después de enfilarnos al Machu Picchu, el lugar que deja sin palabras, el tiempo que jamás podrás sentir de verdad si no vas, el mito cuya esencia te supera y abruma… Allí coincidimos con Ferran de nuevo…
La pachamanca aguarda tras la bajada a tumba abierta con las ruedas del autocar perfilando el abismo… La pachamanca es el horno prehispánico, el asado inca. Antes de comenzar, bebemos chicha (cerveza de maíz preconquista) y la compartimos con los dioses tirando la mitad del vaso al suelo, a la Pachamama, a la Madre Tierra. Y ya destapamos… Porque la pachamanca es un agujero en el suelo donde se colocan piedras calientes, hierbas de la zona, tubérculos, maíz, carnes envueltas en hojas de plátano, tamales de maíz, todo cubierto con grandes hojas que permiten un cocción (45 minutos) sin pérdida de jugos, con la “ósmosis” de todos los aromas, mágica…

La comemos en frente, en el hotel Sumaq, el único 5 estrellas de Machu Picchu. Cerdo, cordero, pato. Tubérculos infinitos (camote, oca, birraca, papa nativa…). El punto de las carnes es primoroso: sabores repletos de ensoñaciones herbáceas y texturas melosas, jugosas… Una técnica arcaica que nos regala placeres de tacto bien contemporáneo… También comemos empanada de alpaca, cebiche de trucha, causas, pan de ají, maíz chulpi… Yo remato con un cappuccino de chirimoya con miel de café y chocolate amargo que, con lo anterior, me arrastra a la siesta real, man. Más no hay tiempo de pijama, orinal y padrenuestro y le doy al helado de coca, planta que mantiene despierto además de ser taumatúrgica para los dientes y la osteoporosis.

Orient Express y vuelta a Cusco
La bajada desde Aguas Calientes va de lujo. Con el Orient Express “Hiram Bingham” (nombre del descubridor de Machu Picchu), un tren que, sí, eso que te estás imaginando. Maderas trabajadas, cueros repujados, lámparas románticas, coche restaurante “Agatha Christie style”, bar con barra libre, discoteca, personal atildado… Volvemos a coincidir con Ferran, Isabel, Lluis, Pepi, Gastón, y las copas comienzan a poblar el traqueteo que nos hunde en la noche andina camino de nuevo a las alturas cusqueñas. En esta ciudad bellísima nos alojamos en el hotel Monasterio, un monasterio –claro- del XVII de imponente estructura pétrea que llena claustros y pasillos de donde surgen, invisibles, los cantos gregorianos…

Al día siguiente, tras el desayuno en el claustro –guitarra clásica en directo-, visitamos la catedral. Yo no hablaría de iglesias en un relato de la naturaleza de éste, pero es preciso contar la tela de la santa cena que hay en esa catedral, amigos. Una santa cena… gastronómica. A diferencia de las santas cenas habituales, donde básicamente vemos pan y vino (y se supone que de bajísima calidad gourmet), aquí, los pintores de la que luego fue llamada “Escuela de Cusco” –indígenas obligados por los españoles a pintar temas religiosos- “transaron” esa esclavitud artística por introducir sus costumbres en el diseño pictórico. Y, tío, ¿sabes lo que le aguarda sobre la mesa a Jesús? ¡Un cuy! Y los demás van mirando de reojo un festín de maíz, chicha morada… Cristo, por cierto, lleva en la mano un apetitoso queso en vez de un triste mendrugo…
Comemos en Chicha por Gastón Acurio, el bistrot informal y muy contemporáneo marca de Gastón. Buen rollito, bar de nivel y cocina vista. Pan de papa amarilla; anticucho; adobo de cerdo; humitas de choclo; causas; rocoto relleno; cebiche de trucha, langostino y pulpo; papas y cremas… Un festival de tradiciones e impactos directos que, sin embargo, no impedirá la despedida gastronómica en el café del Museo de Arte Prehispánico de Cusco por la noche.

Y allí estamos. Un “diner” transparente aposentado en el patio central del museo. Un lugar en donde medran los turistas y que, no obstante, posee orgullo gastronómico. Irrepetible Perú, fe de Dios, en lo culinario… Foie gras con crema de cebolla; capchi de setas (peculiares unos hongos que nacen con la caída del rayo y duran sólo 24 horas); rack de cordero; salmón con esencias de aceituna sobre una emulsión de papa amarilla y aceite de oliva; canelón de quinoa perfumada a la trufa; trufas calientes; makis de queso de cabra… En el menú se explica todo el contenido del plato, todos los ingredientes. Y, repito, éste es un lugar para “guiris” americanos que podría resolver la papeleta sin comerse la bola, tan sólo con cuatro chorradas de nombres exóticos. Flipante la pedagogía, ¿no?
Luce el sol y llueve someramente a la mañana siguiente. Es tiempo. Dejo Perú finalmente, tras haber vivido una experiencia gastronómica y vital insólita, sabiendo que sin duda volveré.
Gastón, Daniel, Vanessa…