A 50 años del golpe (I). En marzo de 1973 tenía 5 años y entré por primera vez al colegio, en una escuela pública que todavía existe en la plaza Ñuñoa, en Santiago. Recuerdo que todas las mañanas nos hacían formar para recibir un vaso de leche y un galletón duro de avena, que se entregaba en todas las escuelas públicas del país por encargo del presidente Salvador Allende. Lo hacían dos profesores de delantal blanco al lado de una gran bandera chilena.
Otro recuerdo de ese año es estar mirando con mi hermano por una ventana de nuestra casa como pasaban aviones a baja altura y sonaban bombas que caían cerca, mientras pasaban tanques militares por avenida Grecia. Probablemente no veíamos aviones ni escuchábamos bombas, pero por tv y radio decían que aviones bombardeaban el palacio de La Moneda y que había muerto el presidente Salvador Allende, el señor del vaso de leche y los galletones duros de avena.
Era un martes y estaba nublado.
Durante los años 60, Chile era un país tranquilo que trataba de salir del subdesarrollo mediante cambios estructurales como la reforma agraria, la nacionalización del cobre, el aumento de la participación social y política de la población, las reformas a la educación y la industrialización de los procesos productivos del país.
Las familias de clase media tenían un componente campesino por lo que las comidas tenían un sustento de tradición y de casi nula influencia internacional. Se comía muy poca pasta y arroz. Los asados no estaban en la programación alimenticia de la casa y se salía muy poco a comer en familia a restaurantes. La oferta pública predominante era de cafés, salones de té como los recordados Café Paula y el magnífico Café Santos, del centro histórico de la capital, y unos pocos restaurantes donde se comía principalmente chancho, corderos, aves de caza, sopas y algo de marisco y pescado.
La cocina vivía y destacaba dentro de las casas. Era un ritual nacional, casi religioso, hacer empanadas de pino para el fin de semana. Las empanadas se repiten como un alimento muy preciado del almuerzo familiar, independiente del barrio o la clase social.
Los almuerzos siempre tenían dos o tres platos antes del postre. Se partía con la empanada, luego una entrada de verduras con huevo o algún marisco en días de más calor, o sopas en la temporada de otoño invierno, para terminar con cazuelas, legumbres o guisos. Se acompañaba siempre de pan, que era comprado en la panadería del barrio y en los sectores periféricos pasaba una carreta tirada por un caballo que ofrecía panes tradicionales como la marraqueta (también batido o pan francés), el rescoldo, el amasado o la hallulla. La despensa familiar se llenaba de manera casi directa con encomiendas que las familias recibían de sus parientes o amigos del sur, y así se abastecían principalmente de legumbres (porotos y lentejas), papas, vinagre, harina, charqui de caballo, alcoholes como aguardientes, enguindados y mistelas, mucha chicha y vino pipeño.
Los productos del mar eran muy demandados, pero también muy difíciles de encontrar. Destacaban el cochayuyo, almejas, locos, choros, sierra, langostinos. Curiosamente también hubo en los 60 mucha carne de ballena, muy solicitada por la clase media; era natural comerla y era parecida al sabor del chancho.
Se compraba fruta y verdura en los mercados callejeros que llamamos ferias libres, y ahí se conseguían las cebollas (que no era tan usada como creemos), zanahorias, lechugas y repollos. La fruta en esos años era principalmente de los frutales repartidos por chacras de Santiago. Se ofrecían manzanas, naranjas, caquis, limones, uvas, damascos y mucho membrillo, que era la colación por excelencia que se enviaba a los niños en el colegio.
En los almacenes todo se compraba a granel, pesado al gramo o medido en centímetros cúbicos: aceite, arroz, azúcar, frutos secos, aliños, leche, sal, pipeño o chicha, siempre servido en una poruña y envuelto en un cucurucho de papel. Vendían unas barras de jabón gringo para lavar ropa que también se pesaban.
En las carnicerías se compraban las proteínas, pero llama la atención que por lo general su principal oferta eran los interiores: chunchules (tripa del intestino delgado), riñones, corazón, ubre, patas de pollo, panita (hígado), sesos, guatitas (callos), lengua, patas de chancho o de vaca, que eran con los que se cocinaba a diario. En las celebraciones familiares, lo que se comía en mayor medida era pavo al horno servido con una especie de demi glace de la reducción de sus jugos, que se acompañaba con ensalada de apio, manzana verde, nueces y palta, también llamada ensalada Waldorf en la clase media emergente.
Si había acompañamientos eran casi siempre a base de papas: al horno, salteadas, cocidas, con crema o mantequilla, acompañadas de choclo (maíz) o chuchoca (maíz seco molido), o mote (grano de trigo hervido y pelado). Se comía muy poco arroz y fideos secos.
En ocasiones se consumía cordero y cabrito. El cabrito se traía del cajón del Maipo (a 50 km de Santiago hacia el interior de la cordillera) donde también era famoso el charqui de guanaco, animal que también poblaba las montañas que separan Chile y Argentina, producto de una trashumancia natural, hoy inexistente en la zona.
De las legumbres reinaba el poroto en dos versiones: poroto tórtola y poroto sapito, aunque también en el poblado de Licanchen (cerca de Navidad, al borde del actual río Rapel, a 80 km de Santiago) se cosechaban los mejores garbanzos que se comían en la capital.
En los postres campeaban los dulces chilenos con merengue seco y mucho manjar (dulce de leche), alfajores de hojarasca, tortas de milhojas y berlines fritos con mermelada casera. Y todos esos postres en base a leche, huevo y azúcar como la leche nevada y la leche asada, y también el arroz con leche con cobertura de canela en polvo. Pero si hay algo que se repite en los recuerdos de aquellos años, es que en todas las casas siempre había queque, ese bizcochuelo dulce, esponjoso y avainillado que nos esperaba con algo de azúcar flor espolvoreada arriba.

En la oferta de comida pública, que no era tanta en Santiago, se repiten los mismos nombres como el restaurant La Novia, El Bosco, Pinpilinpausha (restaurant español del centro de Santiago muy reconocido por sus callos), Club de la Unión (sólo para socios hasta el día de hoy), El Escorial, El Pollo Dorado (también bailable), Nuria, Red Bar, Black and White o el Indianápolis. Todos ubicados en el centro de Santiago, lugares predilectos para ir a comer después del cine o de algún espectáculo como los del Bim Bam Bum en el teatro Opera, una compañía de revistas con vedettes, humoristas, cantantes y bailarines que se presentaba con éxito arrollador en tres funciones diarias que repletaban cientos de matrimonios y grupos de amigos, ávidos de vivir el auge de la bohemia santiaguina. También era muy famoso el Lucifer de calle Condor con San Diego, donde el último show de la orquesta bailable era a las 3:30 de la madrugada.
La oferta de los restaurantes iba por el cordero, pescados, langosta, camarones, pollo al coñac, caracoles.
Y se bebía principalmente vino, chicha, ponches, coñac, ron, aguardiente, anís, whisky de contrabando y una que otra cerveza.
Poco se veía de comida callejera, quizá limitado a las periferias de los grandes mercados de abastos, cerca de la estación Mapocho o del barrio Franklin (barrio del matadero) donde se comía pescado fresco frito envuelto en papel de diario.
Mi abuelo tenía un restaurant muy grande en la avenida Matta. A veces, los fines de semana cuando nos mandaban a dormir con ellos, nos metíamos al restaurant y picoteábamos carnes mientras juntábamos las tapas de las gaseosas y los corchos de las botellas, como si fuera un botín de pirata, rodeados de gente que comía costillares de chancho, perniles, erizos y choros maltones, escuchando una orquesta de tango que se instalaba sobre un escenario al final del comedor.
Las fiestas, el rock y el nuevo folklor chileno, una nueva generación de escritores y poetas, el cine, las minifaldas, el pelo largo y salir a fumar de esos cigarros que hacen reír empezaban a conquistar la juventud de Santiago. Pero llegó ese martes 11 de septiembre de 1973 en que con mi hermano nos asomamos por la ventana de un baño creyendo escuchar aviones y bombas sin saber que por largos 17 años nos acompañarían la muerte, la tortura, el exilio, pero también la esperanza de cambiar todo eso.