Bulli, Boti, Vinci

Aquella mañana Leonardo se despertó salivando. Tenía ganas inusitadas de comer, de disfrutar comiendo. Tenía ganas de cocinar e incluso de ser cocinero por siempre jamás. No sabía bien a qué debía tal arrebato, sobre todo tras sus frustraciones pretéritas en Los Tres Caracoles y otras hierbas de ese palo, pero lo tenía clarísimo ahora: había que recrear el mundo de la cocina y él había venido al mundo a tal fin.

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Esa noche su tremendo cocoroto le había concedido un kitkat: los Sforza y sus máquinas de guerra, aunque esforzadamente, andaban pacificados; las matemáticas andaban recalculándose; la anatomía de los cuerpos humanos no sufriría mutaciones inesperadas…Todas las disciplinas que le abarrotaban la mente, por fin, parecían haberse confabulado y puesto de acuerdo en dejarlo gozar de su declarado vicio comensal. «A freír espárragos » se dijo «ya le borraré otro día esa puñetera y enigmática sonrisa a Lisa, que hoy me da la risa».

Y así fue como, libre y liviano de tareas mentales y engorros filosóficos, se soñó en viaje, de hispánico viaje -que no adriático como creyó, no sabe por qué, de inicio- que le llevaría hasta una idílica cala bajo el Monte Joi allá en la catalonia donde abruptamente curva al sur la península ibérica.

En una perdida posta entre pinos, un curioso tipo que atendía al nombre de Ferrán le recibía a su llegada con fresca agua de botijo de barro y le dispensaba todo tipo de parabienes mientras un feucho y chato perro franchute le incordiaba. «¡Bulli, allotjar, cojons! Le increpaba mientras comenzaban a charlar al cálido sol de mediodía, tan rica y meditarraneamenente, mientras comían unas deliciosas olivas. «Ahora que pienso, pero si … ¡estaban vacías, huecas de carne y hueso!» Recordaba desconcertado y emocionado.

Era una persona viva, inquieta como su rizado pelo ralo, de mirada perspicaz e inquisidora, de hispano físico y trabada lengua latina sin fin. Todo en él era una continua pregunta, una inquietud por saber y renovar todo lo que se cocía en su cabeza y en su cocina. ¡Era cocinero! Pero quería cambiar el mundo, su mundo, también. Era, sin duda alguna, un hombre del Renacimiento, como él. ¡Era artista! Pero entonces ¿por qué le parecía que regresaba del futuro? ¿será en ese futuro la cocina arte?

before 1519 --- Drawing of an by Leonardo da Vinci --- Image by © Bettmann/CORBIS

Mientras así pensaba, sobre la marcha, ya se habían levantado, ido a la cocina, cocinado, comido y vuelta a empezar sin dejar de conversar y quitarse la palabra alternativa y continuadamente, mil y una vez. Aquello no tenía fin, esa era la sensación del recuerdo de su sueño que Leonardo evocaba al despertar. Pocas certezas conseguía extraer de su duermevela, pero eran evidentes las buenas migas que entre ellos se habían guisado.

Intentó rememorar detalles. Porque ¿qué se dijeron? ¿cuáles fueron sus temas de conversación? ¿de qué parlotearon tan animadamente durante tanto tiempo? Y a la postre ¿qué cocinaron y comieron? «¡Malditos sueños irrecuperables! ¿a quién se le ocurriría ponerles fecha de caducidad?», dijo entre sí mientras ponía todo su empeño en esa rememoranza inútil. Nada, sólo conseguía flashes instantáneos: rojizos pescados de roca de colorida arquitectura aún no moderna; reconstruidos huevos líquidos y papas espumantes; esencias perfumadas de aves volatizadas; vaporosos humos de humo; parmesanos exentos de masticación; especies y especias por doquier. En disipada suma, artesanías multiformes y técnicas aplicadas; sofisticados tropezones y pequeños bocados; juego de temperaturas y texturas. Todo sabor y sabores que le llegaban al alma. Un mundo culinario libre y nuevo, un mundo feliz y mejor.

Rememorado, redicho y rehecho. Se plantó a grandes zancadas en el taller de su buen amigo Boticelli con una botella con la que contarle su sueño y compartirlo en la camaradería del gremio. Sabía que él le comprendería. Se vinieron arriba. Acababa de nacer la Cocina Recreación. Manos a la obra. Pillaron sus ahorros y los de algunos inocentes más, pidieron a los ricos, vendieron obras y, en un par de meses, abrieron su resta Las Tres Ranas donde también exponían sus cuadros.

En él servían pequeñas raciones curradas artísticamente a tope, individualizadas y emplatadas con todo tipo de productos, cocinados a su libérrimo albedrío recreador. Evocaciones de lo que su futurista amigo soñado a su vez soñó. El fracaso fue estrepitoso y la ruina morrocotuda. «De nada sirve echar margaritas a los puercos» le decía Sandro; «no está hecha la miel para la boca del asno», le contestaba él. Pero la realidad es, digo yo, que aunque así no fuera, nada cabe ni sabe a destiempo. Adelantarse en demasía a ellos, a los tempos del tiempo, no suele dar buen resultado.

Siglos de cocinación y comestría hubieron de pasar para que se pudiera catar y saborear la revolución recreadora que su genio anticipaba. Afortunadamente para la humanidad -y para Adrià també– aquellos dos estrellados ocuparon su talento en otras, digamos, recreaciones de cuyos títulos no tiene caso acordarse aquí y ahora. Todos salimos ganando. Así se escribe la historia. Así se sueña la gastronomía.

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