No sé donde he leído que los expertos discuten si, en una exposición de Rothko, han colgado dos cuadros al revés. De acuerdo, el arte contemporáneo es complicado. Nunca acabas de saber cuando te encuentras ante una verdadera genialidad, una solemne tontería o una simple provocación. Y aún muy a menudo debes preguntarte si la provocación tiene algún sentido, si violentar por violentar puede representar de alguna manera una acción relacionada con la estética. No todo vale, naturalmente, pero a ver quién es el guapo que distingue lo que sí de lo que no. 

También es cierto que, muchas veces, ser el primero en hacer una cosa tiene su mérito, y hay que saberlo reconocer. Si obviamos el valor de la originalidad, podemos llegar a juicios tan absurdos como el que representaba aquella escena de una antigua obra de Els Joglars. Olympic Man Movement era una caricatura deportiva de los movimientos fascistas. Al principio de la representación, unos patinadores garabateaban trazos descuidadamente cada vez que, sin dejar de evolucionar en perfecta sincronía, pasaban cerca de un lienzo en blanco. El resultado final era, mismamente, un Miró. El mensaje envenenado planteaba cómo ha de tener ningún valor artístico un cuadro que puede pintarse incluso patinando. Pero, en realidad ¿quién es capaz de cuestionar la monumental contribución de Joan Miró al espectáculo contemporáneo de la belleza? 

Volví a pensar en ello hace unos días, visitando la exposición de Ródtxenko en la Pedrera, ante las tres telas de colores puros -amarillo, rojo y azul- que significaron un hito en la historia del arte cuando se expusieron en 1921. De acuerdo, alguien puede pensar que lo que realidad son es una tomadura de pelo. Incluso estoy dispuesto a aceptar que probablemente serían muchos quienes lo pensasen si no supieran que su autor es el reconocido constructivista ruso. Tal vez yo mismo. La mirada nunca es pura, como tampoco lo es el paladar. Quizás, si no me lo hubieran ofrecido en el Bulli, ni me hubiera fijado en ese rectángulo de pizarra negra con cuatro almendras alineadas encima y un vasito de agua fresca para acompañar. Cada almendra estaba recubierta con un sabor diferente: dulce, amargo, salado y ácido. «Almendras, gustos básicos» se llamaba el plato. Lo encuentro genial, qué quieren que les diga.