La kinésica (del griego kínesis, que significa movimiento) es una parte de la teoría de la comunicación que estudia los gestos del cuerpo –la comunicación no verbal– como medio de expresión. En Estados Unidos es una disciplina universitaria y se aplica habitualmente en las entrevistas de empresa o en los análisis de las actuaciones de personajes públicos como los políticos, por ejemplo. Desde los primeros estudios de Flora Davis, allá por los años sesenta del siglo XX, hasta los más recientes de Kurt Mortensen, todos los autores afirman que los silencios de las personas hablan y los ojos transmiten tanto o más que las palabras. Me gusta creerlo.
Uno de los personajes más sabios y que mejor explican todo lo referente a este tipo de comunicación es Albert Mehrabian y su popular norma del 7%-38%-55%. Este profesor emérito de Psicología de la Universidad de Los Ángeles (UCLA) escribió en su estudio que sorprendentemente “tan sólo un 7% de la comunicación entre dos personas se realiza mediante palabras, un 38 % se comunica mediante la voz y todos sus componentes (volumen, entonación…), y el 55% restante se lleva a cabo a través del lenguaje corporal (gestos, posturas, mirada…)”.

Sirva esta introducción para hablar de un caso actual y personal. Muchos de vosotros ya sabréis que ésta es la última temporada de elBulli. Podéis imaginar fácilmente que nos invaden sensaciones extrañas, afectos, emociones y un cierto sentimiento de melancolía. No es tristeza, no. Es como despedirse diariamente de clientes, amigos y conocidos. Un adiós o un hasta la vista, un dejá vu, un bucle temporal. Es como el día de la marmota de la película “Atrapado en el tiempo”.
Muchos de los nombres que aparecen estos días en el libro de reservas serán caras –miradas, sonrisas– a las que, probablemente, me costará reencontrar. Hoy, tomando el café de las 14:50, el de antes de empezar la jornada, repasando el libro de reservas, he encontrado un nombre, para mi especial. El siguiente:
Nombre | PAX | Hora de llegada | Fecha de confirmación |
Javier Ferradal | 4 | 20.00 | XX |
Rápidamente mi cabeza ha hecho tres o cuatro flashbacks y ha repasado diferentes momentos en los que he tenido la suerte de atender a Javier Ferradal en el entorno de elBulli.
Javier, un sibarita de trato amable y conocimiento infinito, es uno de aquellos clientes especiales a los que conviene escuchar atentamente cada vez que hacen un comentario. De conversación fácil y paladar insólitamente versátil sabe, mejor que nadie, disfrutar de cada sorbo y de cada cucharada.
Recuerdo las primeras veces que le atendí. Le daba la carta y mientras él la devoraba página a página yo esperaba con cierto nerviosismo, ansioso por conocer cuál sería la botella que me haría abrir esa noche. Así repetidas veces, él pidiendo y yo rebuscando en la bodega botellas insospechadas que, a menudo, habían reposado muchos años antes de ser abiertas.
Un día de verano del año 2005, Javier Ferradal se presentó con un acompañante, la reserva era para dos personas. Extrañamente, se sentaron en la mesa 1, una mesa pequeñita, justo en la entrada del restaurante, una mesa que permite visualizar a la perfección todos los movimientos del equipo.
Repetí el mismo ritual de siempre y puse en la mesa la carta para que pudieran escoger el vino. La carta permaneció cerrada. Al cabo de unos minutos me acerqué a preguntar y, sin mediar palabra, Javier cogió la carta con la mano izquierda y mientras extendía su palma derecha hacia mí y sonreía, me soltó:
– Me gustaría que hoy me recomendarás tú.
Una frase simple, siete palabras que para mí supusieron un momento muy emotivo.
Siempre suele ser apasionante recomendar vinos a los clientes. Por un lado, está la responsabilidad de encontrar la botella adecuada para cada paladar, y por otro deseas que el vino disponga de suficiente contenido emocional para poder expresarse más allá del propio liquido per se.

Recuerdo nítidamente el momento y la botella que con dudas le acerqué a la mesa, un Riesling Grand Cru Schlossberg del Domaine Weinbach del año 2001, un vino altamente aromático, de textura sedosa pero con tensión y frescor. Un vino muy largo de recuerdos cítricos, de frutas de hueso y notas de keroseno.
Descorché la botella y se lo di a probar como es habitual. Me miró, sonrió y no hizo falta nada más. La sonrisa mostraba confianza y felicidad, la mirada asentía y un ligero movimiento lateral de cabeza expresaba el agrado por la elección.
El instante del cruce de miradas con las personas en busca de su aprobación para empezar a servir el vino es, para mí, un momento de complicidad íntima, pero quizás la impresión tan fuerte de aquel día ya lejano del verano del 2005, con mi querido Javier Ferradal en la mesa y el Domaine Weimbach en la mano, aún no ha sido superada.