Pierre el grande

Pau Arenós

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Lunes, 31 de marzo. Un día afortunado. Jugar a la ruleta del avión (salida a las 18.40) y que el aparato aterrice a la hora en Orly. Juegan negras y ganan. A las 21.00 entramos en el Hotel Balzac, donde nos alojaremos. Un privilegio de jeques árabes: la habitación cuesta 500 euros la noche. Es una bombonera estilo Imperio, estilo Luis algo, XII o XII o XIV, y nosotros estamos más hechos al chocolate negro y amargo. Nos sentimos como María Antonieta antes de que le cortaran la cabeza. Somos unos impostores, hemos leído a Balzac y sabemos que Papa Goriot temblaría en este escenario pseudoaristocrático.

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A las 21.15, estamos ya sentados en una mesa privilegiada de Can Gagnarie. Desde este punto, lo vemos todo, lo vigilamos todo. La decoración del restaurante no tiene que ver con la del Hotel Balzac. Muy sobrio, seco, salita burguesa, nada teatral, a diferencia de cuando Gagnaire actuaba en Saint-Etienne, antes de arruinarse dos, tres veces. Aunque el lugar es reposado, la cocina sigue formando parte de las vagonetas de la montaña rusa. Gritas, pasas miedo, sientes vértigo, estás confundido, absorto o disgustado, irracionalmente feliz. En el plato sucede todo a la vez y tienes que sujetarte el estómago para que no escape. Se ha dicho a menudo: la cocina de Gagnaire no se parece a la de ningún otro, ni siquiera es francesa. Cierto. Un estilo único, irresponsable y anárquico, libre, free jazz, escritura automática, pintura compulsiva. Se le asocia con la abstracción, con Kandisnky y yo creo más que es expresionismo, el grito de Munch. Hay que recomendar a Gagnaire como se recomienda las novelas cortadas con machete de Jean Echenoz: hay algo dentro de ti, minúsculo, apenas perceptible, que cambia. Echenoz es un forense ante el cuerpo del músico Ravel, y Gagnaire es el brujo de la tribu, máscara y gestualidad, ante el cuerpo patidifuso de un San Pedro.

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Copa de champán, por supuesto, para celebrar que estamos en París. Y el menú degustación de primavera. Aperitivo, siete platos (¡casi medias raciones!), tres quesos cocinados (brioche de camembert de granja y hojas de manzana; bolsa de stilton y velouté de lechuga; parfait de queso de oveja, bûche de Gers y melaza de algarrobo). Y les dessert de Pierre Gagniere. Jodido Pedro: ¡son nueve! Quiere agradar, quiere complacer, quiere que el público salga satisfecho y rodando. Entre los comensales, Johnny Halliday, la vieja estrella del rock francés, si esa particularidad musical ha existido alguna vez. Un septuagenario alto con una tripa de sesentón bajo. Halliday va al baño varias veces y es como ver la momia del faraón en movimiento.

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Los blasfemos siempre se han reído de los enunciados con los que los chefs vanguardistas anuncian o proclaman sus platos. Agárrate: algunos de Gagnaire ocupan cinco líneas. No es para menos. Aquí no sabes qué es lo importante, si los elementos secundarios o los supuestamente principales. Si la especia, la flor, el bulbo, la semilla o el bogavante. El producto no existe: el salmonete está reducido a trocitos y el bogavante, carne deshilachada. ¿Importa? No. Pero el último mito sobre el producto ha sido destruido. No es que no se trabaje sobre materia prima de primera, es que el chef no baila alrededor de ella como si fuera un tótem. Lo apasionante del plato de bogavante es el equilibrio con el jengibre. Es como andar sobre el cable de acero. Un milímetro más o un milímetro menos es la caída al vacío. Bogavante estrellado. Pero el maestro consigue que el crustáceo camine sobre la maroma de jengibre. Respiración aliviada del público, y aplausos.

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Los detalles. Los aperitivos son servidos sobre papelitos antideslizantes para que no patinen sobre el plato. Un camarero retira una especie de tirita sobre la mantequilla, que evita que se reseque. Pierre aparece varias veces por la sala. Atento a todo, pasa junto a una mesa de servicio, ve un plato que está en condiciones y, sin decir nada a los camareros, se lo lleva a la cocina. ¡Menudo chasco al ir a buscarlo! Pierre se mueve con los brazos pegados al cuerpo, el plato a la altura de la cabeza como si lo ingresara en urgencias. Activo, jovial, amable, risueño, parece que el maestro goza en esta tercera juventud.

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Un plato son muchos platos. En cada plato hay un universo de platitos. Cada uno por separado, podría tener vida propia. Cada plato es, en sí mismo, un menú degustación. Las preparaciones a veces se aman y, otras, se detestan. En realidad, los ingredientes mantienen relaciones secretas, incestuosas. He ahí la clave.

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Si hay que explicar mucho, es que no funcionan.

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Pressé de buey de mar y gelatina de cítricos al eneldo. ¿O en la jerarquía gustativa hay que destacar antes las agujas de raya con caliente-frío de aceite de oliva texturizado con miel del desierto de los Agriates? ¿Y los albaricoques secos con nabos crujientes desglasados con sidra artesana? ¿Una función secundaria o enteramente principal?

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El blanc de Saint Pierre con mantequilla espumosa de estragón y pimiento de Ezpeleta, corazón de tomate, aros crujientes de cebolla dulce (¡un cachondo! Kentucky Fried Chicken de lujo) es también una ensalada de chipirones con jarabe de ruibarbo acidulado. ¿Qué va primero, el blanc de Saint Pierre o la ensalada de chipirones? Los camareros no indican cómo comer los platos. Gagnaire no quiere dirigir la voluntad del comensal. Él arriesga, tú arriesgas. Él puede equivocarse, tú puedes equivocarte.

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Muselina de lucioperca con habas, guisantes y tocino ahumado. Paquetitos de acelga. Ranas a la meunière rebozadas con una fina polenta al colombo (especia). No son tres platos. Es uno. Pero podrían ser tres.

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Bogavante azul con jengibre fresco, crema de patatas nuevas de Noirmoutier al Pinaeu des Charentes (vino de aperitivo) cortada con el jugo de la carcasa. Elegantemente gagnairiano, identitariamente gagnairiano.

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Helado de espárrago banco al cardamomo, velouté clara de pepino, aceitunas verdes de Lucca, mango de Vietnam. Y ventresca cremosa de atún blanco. Gagnaire adora el pepino. Yo creo que destruye los platos. No es el caso. Otra vez el funambulista en la maroma. Acibarado, amargo, dulce…

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Salteado de salmonete de roca al vadouvan (mezcla de especias tradicional del sur de la India), ostra Gillardeau y moluscos al momento. Alcachofas violetas crujientes, dados de lisette (una especie de caballa) y jugo de bullabesa como sazonamiento. Dirías: esto es más o menos provenzal. ¿Y el vadouvan? La cocina de Pierre viaja. A lo mejor el plato ha salido del puerto de Marsella pero el itinerario acaba en el puerto de Madrás.

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Chuleta de terneral lecha asada entera. Se sirve una loncha, untada con paprika y curry dulce de Madrás, y luego se posa sobre un coulis de pimiento rojo con amaranto. Mascaporne y clorofila de rúcula. Color, color. Un rojo que atraviesa la pupila y te hiere. Con el bogavante, los platos a recordar y saborear muchos años después

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Ritmo, instinto, locura, rapidez, ambición, equilibrio, fantasía, improvisación, riesgo, riesgo, riesgo. Anarquismo, gagnairismo. ¿Cómo llamar a esto si no?

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Es la una de la mañana. No hay ningún otro comensal. El Balzac espera para un sueño en el siglo XIX.